Si no te miro a los ojos, sospecha

Si no te miro a los ojos, sospecha

miércoles, 18 de enero de 2017

El tiempo entre las brasas

En la sombra. De cara al jardín. Al lado de la menta que, de alguna manera, todavía crece. El crujir suave de la entraña, constante. Suave y constante: sinfonía de un asado para uno. La invito a Petunia, que se sienta sobre mis piernas, reclamando la atención de mis manos ocupadas con un pucho y una birra que deja la marca de su frío sobre el tablón a mi izquierda, en la media tarde de este miércoles franco. Los acordes pasan y la menta, de alguna manera, todavía crece y miro todo lo lejos que puedo por el retrovisor, con la voz de la Negra en el bocho, con la cabeza de Petu sobre mi panza que cada vez, pese a quien le pese, está un poquito más grande. La sinfonía del asado, la poesía de un hombre que se debe a sí mismo cada vez menos cosas y la Negra Sosa –de ancho corazón- agradeciendo la vida que yo, en alpargatas y pantanlón corto, también disfruto. La menta florece. Petu respira lento; la siento latir, calma. Pausa el tire y afloje. Cuarto intermedio, cuando poco, para el tiempo de los intentos. Hoy hablan las voces del tiempo entre las brasas. Saudade que se convierte en abundancia. 






martes, 29 de noviembre de 2016

La fragilidad de lo permanente




Hace unos meses escribí el final de un capítulo de una novela que párrafo a párrafo, palabra a palabra, infructuosamente o no –aún no lo sé-, estoy escribiendo hace varios meses con notoria inconstancia:  

Las tablas de madera no eran tan cómodas cómo se las acordaba de su niñez, cuando se revolcaba en el piso. Giró sobre su hombro derecho y buscó -largando un bostezo largo de esos que expulsan el aire viciado que se acumula en los pulmones después de un día amargo- algo en donde apoyar la cabeza sin éxito. El departamento estaba completamente vacío. Irreconocible. Pelado. Sólo entonces, sin dejar de ser el chiquito que creció a los sopapos, el adolescente que -como todos- no está preparado para salir a la calle, se dio cuenta –esa noche de sus 16 años por primera vez en la vida- de lo frágiles que son las cosas que creemos permanentes: cómo lo es una partida de ajedrez que no se termina por una jugada sino por una patada en el tablero y que deja a uno juntando las piezas y empezando de nuevo; cómo lo es todo lo que uno tiene o cree tener, que puede ser, inesperada y catastróficamente, barrido por un tsunami: una tragedia inevitable, a veces imprevista, que no lastima sólo por el impacto, sino todavía más por el arrastre.

La experiencia de la vida -¿Quién?¿El piloto?¿La aerolínea?¿El cáncer?¿El ladrón?¿El terremoto?¿La aneurisma?- arrancando, desgarrando, una parte de corazón es inaprehensible, incognoscible, sobrenaturalmente dolorosa e inexplicable. Sin dudas, para bien o mal y pese a quién le pese, inolvidable. El corazón con más o menos tiempo cicatriza, marcado para siempre. Me senté a tomar un mate debajo de un sol de primavera mañanero y amable y me acordé de ese párrafo de Adiós Hemingway de Leonardo Padura. Vino instantáneamente a la cabeza. Ese párrafo inicial que, un poco por contundente y sobre todo por irrefutable, me hizo picar los intestinos cuando lo leí por primera vez. Y por segunda, por tercera y todavía hoy, cuando me doy cuenta que me desvivo trabajando y armando proyectos, creyéndome el cuento de la autosuficiencia y faltando a la humildad de comprender que, haga lo que haga, hay cosas que me exceden y no puedo controlar:

Primero escupió, luego expulsó los restos del humo agazapado en sus pulmones y finalmente lanzó al agua, propulsándola con sus dedos, la colilla mínima del cigarro. El escozor que sintió en la piel lo había devuelto a la realidad y, de regreso al adolorido mundo de los vivos, pensó cuánto le hubiera gustado saber la razón verdadera por la cual estaba allí, frente al mar, dispuesto a emprender un imprevisible viaje al pasado. Entonces empezó a convencerse de que muchas de las preguntas que se iba a hacer desde ese instante no tendrían respuestas, pero lo tranquilizó recordar cómo algo similar había ocurrido con muchas otras preguntas arrastradas a lo largo y ancho de su existencia, hasta llegar a aceptar la maligna evidencia de que debía resignarse a vivir con más interrogantes que certezas, con más pérdidas que ganancias.

Hay, en promedio (vía www.flightradar24.com), 11.000 aviones en el aire cada minuto de nuestras vidas. Más de una persona murió en Twitter armando escándalos que debieron ser desmentidos en otros medios para cortar la confusión. Así y todo, con la expresión turbada y algo de incredulidad, era indudable para mí mientras calentaba el agua que nadie, ni siquiera el tuitero más complejo, podía calibrar en su cabeza una escena como la que se proyectaba en los 140 caracteres de cada uno de mis seguidos, uno debajo del otro sin dejar espacio a otro tema. La realidad continuará por siempre superando a la ficción. En noviembre despegaron y aterrizaron alrededor de 140.000 aviones por día. Uno menos esta madrugada cerca de Medellín; 139.999 aviones aterrizados no pueden matizar el dolor que genera el alado que hoy se estrelló contra el piso.

En un breve repaso, podemos destacar que el Chapecoense AF es un equipo del oeste de Santa Catarina, es decir, del mismo estado que Florianopolis, Garopaba y demás lugares que los argentinos al menos hemos oído nombrar. El Furacao se fundó en 1973 y ascendió a primera en 2014, después de 40 años de laburo. El que va a un club, el que tiene un club tatuado adentro, sabe de lo que hablo. Los clubes son los lugares más lindos del mundo. Un lugar de pertenencia por excelencia. Los clubes -incluso los más grandes, los más millonarios y colosales, los de renombre, los emblemas mundiales- están hechos de personas. De carnets, de saludos en el pasillo, de amigos jugando al fútbol, de deporte, de chicos haciendo cagadas por ahí, de personas que saben que hay detrás de cada puerta, de competencia, de utileros que te prestan una toalla cuando te la olvidaste, de una confitería, de una camiseta, de un equipo que se pone esa camiseta para representar a todos los que están atrás. Este equipo de Chapecoense estuvo entre 2001 y 2006 al borde de la desaparición por las inabarcables deudas y por el bajísimo nivel futbolístico que amenazaba con desafiliarlo del torneo de Santa Catarina (tan sólo uno de los 26 estados de Brasil). A través de un salvoconducto legal cambia su nombre para desprenderse de ciertas deudas y recibe el apoyo económico de empresarios de Chapecó. Entender los ascensos del fútbol brasileño es más difícil que explicarle el sistema de promedios a un mongol por lo que es bravo reconstruir cómo llegó el Verde a primera pero, aún así, hay cosas que valen la pena ser contadas. Durante el 2009, buscando el ascenso a la C, viajó más de 25 horas para llegar al club Araguaia y ganarle 2-0 como visitante en Mato Grosso, bajo una lluvia tropical. De nuevo, el ascenso de categoría –esta vez a la B- se definiría en el corazón de Mato Grosso: en la ciudad de Lucas do Rio Verde frente al Luverdense Esporte Club. Fue 3-1 en el global. Un año después, cuando se suponía que llegaba a la B a luchar la permanencia, logró el ascenso con 20 victorias, 12 empates y 6 derrotas (72/114 puntos (64% eficiencia)). 4 ascensos en 6 años. Para colmo en 2015 juega la Sudamericana por primera vez. En este 2016, el equipo que hacía diez años estaba destinado a la ruina, que paseaba por las rutas estatales jugando siempre contra los mismos cinco rivales y perdía en la mayoría de los casos, estaba por jugar la final de la segunda copa más importante del continente luego de eliminar a equipos reconocidos y campeones. No se cayó cualquier avión. Millones de aviones aterrizados jamás podrían matizar el dolor del que se cayó esta madrugada. El avión que se cayó esta madrugada era un pedazo de club: estaba lleno de sangre, de savia, de jugo, de sueños. No se fue a pique un avión, se rompieron las aspas de un club que tiene que resurgir con 71 personas menos. Y para dar dimensión, acordémonos –aunque cueste- que las personas no son números. Las 71 personas son, por ejemplo, Thiaguinho, el jugador que se enteró –con la chomba y los cortos del Chape puestos- que iba a ser papá por una sorpresa de su mujer y de sus compañeros horas antes de morir. Eso es un club: personas, historias, sangre, vidas que se cruzan, que comparten el amor a algo y que trabajan por eso. Este humilde equipo del club que hace una década por poco desaparece vivía su sueño y, a través de él, nos enseñaba que los sueños se pueden lograr.


Por esto, también, esta tragedia con poco timing nos conmueve. Porque nos da la más clara muestra de lo finitos que somos, de lo caprichosa que puede ser la existencia. La noción de que somos arena. De que vamos y venimos. De que vivir o morir no es algo meritorio. Empezamos a ser un día para terminar otro y, quizás, no tenemos la chance de firmar el acuse. Tendremos siempre más interrogantes que certezas. Somos tan frágiles que podemos morir incluso en el punto máximo de nuestra fuerza, en el auge de nuestra gloria, justo antes del partido final. Y no, no lo podemos controlar. Pienso. Me miro y lo vuelvo a pensar. No puedo controlar todo, me puedo ir un día, me pueden llevar –quién sabe dónde- sin pedir permiso. No hay más remedio. Darse cuenta que uno es tan, tan efímero, finito, finalizable, es una experiencia atroz. Atroz y alarmante. Y -dolorosa cuando toca de cerca e inquietante cuando sólo es un llamado de atención- cumple con su doble filo: nos deja entrever la necesidad de aprovechar el tiempo, de sentir el aire en la cara, de demostrar cariño a los que queremos, de embarrarse y dejar huella, de disfrutar el mate que tomo bajo este sol ameno de esta mañana de primavera. Quizás, esta tragedia tan magnánima, escandalosa, única e irrepetible, inconmensurable, no nos deje más enseñanza que la de recordarnos -con el rigor de la espectacularidad- que tendremos por siempre más preguntas que respuestas y que algunas de las únicas certezas con las que podemos contar es que el hoy, hay que vivirlo con intensidad y aprovecharlo; amar, entrenar, meter, abrazar, embarrarse, perseguir sueños, fracasar, estar al borde del colapso, tener deudas irremontables, mejorar y, quizás, con mucho trabajo, dejar una huella como la que dejan estos muertos del avión que siguen vivos en un –ojalá- glorioso e inolvidable campeonato internacional.   




martes, 28 de junio de 2016

La Letra Chica

¿Qué se yo Germán? Una mierda, la verdad, que una mierda. No sé nada, Germán. Y me calienta. No me quedé ni a escuchar a Martino ni a nadie después del partido. Recién llego, leí lo que pude leer en Twitter, pero estoy mal. Estoy preocupado. Pensá que había salido la noche anterior, había laburado toda el día editando vídeos en la redacción, volví justo para el arranque, vi el partido con el último aliento y apenas terminó el partido me fui a dormir, amargado. Me fui a dormir pensando que los muchachos en la redacción debían estar a las puteadas. Imaginate, Germán, cortar y editar todos los vídeos una y otra vez viendo las caras de los chilenos. Imaginate tener que viralizar y difundir eso: una tragedia. Y te digo más, cuando me levanté le conté a mi novia: soñé con el Diego. Fue así: veía el partido en una casa que tenía como un anfiteatro con una pantalla grande -de esas casas que eran la envidia de todos los compañéros en la primaria, Germán-, y en un momento puteaba a Agüero y al lado aparecía el Diego, sin barba, con sus rulos. El Diego que me ponía una mano en el hombro y me miraba con la mejor cara de desilusión, como diciéndome vos sos un boludo, no entendiste nada flaco, y yo hacía cualquier cosa para desdecirme y que el Diego me levantara esa desaprobación. Imaginate, lo ves una vez en la vida al Diego y te mira cómo me miró... No tenía mucho sentido, la verdad, pero bueno. Los sueños son raros, Germán, no me jodás. Me levanté angustiado. Más angustiado. Esto es real, Germán, no te estoy jodiendo. Soñé con el Diego, el Diego del ’86. Y ahí me vine para acá y llovía. Como venía de lo de mi novia no tenía otra campera así que me puse la que tenía: la impermeable de la U de Chile. Sí, oportuno, como siempre. En la parada del 15 un tipo de camperón de la selección me mira así medio de refilón y me tira por lo bajo si me parecía día para ponerme esa campera. Lo miré y le respondí que era lo único que tenía, cortito le respondí, no lo mandé a cagar de casualidad te digo. Me subí al bondi, saqué el celular del bolsillo y entendí todo. Claro, hermano, te digo que me había ido a dormir cuando terminó y no tenía idea. Entonces se me cayó el día encima. Ser cebollita por cuarta vez, la lluvia, el colectivo hasta las bolas, la Panamericana trabada, el dolor de cabeza, el sueño, llegar tarde al laburo, todo el lunes encima. Más lunes que nunca: qué dolor Lionel Andrés. La puta madre, qué dolor, Germán. Te digo que tuve que entrar a internet porque no lo podía creer. Pensé que era un spam de esos foros falopa que te redirigen a cualquier lado, Germán. Las personas miraban todas por la ventana del colectivo. Ni una mirada, hermano. Cada uno en la suya. De repente, con el lunes haciendo cumbre en el ranking de los lunes de mierda, estaba volviéndome loco en pensamientos, Germán, en cálculos, en predicciones. Cuando llegan las catástrofes –sean del palo que sean, Germán, no sólo del fútbol, vos lo sabés- uno no sabe hasta dónde llegan, qué alcance tienen, viste. Uno anda de acá para allá y sigue haciendo lo suyo pero siempre pensando en eso, viste, como tratando de olvidarse pero sin poder, como si te estuvieran respirando en la nuca constantemente. Esto que paso ayer es una catástrofe, hermano. Una catástrofe. No recuerdo algo tan triste en la historia del fútbol. Un quilombo donde lo menos importante es un partido perdido, eh, ¿Sabés la cantidad de cosas que debemos no saber? Somos meros espectadores, Germán. Me equivoco, menos que eso. Somos totales ignorantes.
Yo te voy a decir lo que pasa, Germán. El tema es que como argentinos nunca entendimos que el fútbol es un juego. Somos unos viscerales, viejo. Somos violentamente pasionales y pasionalmente violentos ¡Hay tipos que matan en nombre del fútbol!¡Tipos que caminan por la calle!¡Es una barbaridad! El otro día Excursio se jugaba el ascenso con Riestra, creo que con Riestra. Al cuatro de Riestra, un Juan Pérez cualquiera eh, ningún jugadorazo, le llegó una foto de la puerta del jardín de infantes de la nena antes del partido, ¡Excursionistas, Germán! ¡Acá a diez cuadras, Germán!¡Tercera división! Se nos va la vida en esta pelotudez del fútbol, Germán. Cuarenta veces lo leí hoy, lo puso hasta mi suegra en el Facebook y es verdad, eh, mal que nos pese tienen razón: somos tan idiotas que le pedimos más a un jugador de fútbol que a un político. Y es el país que tenemos con la gente que tenemos, eh. Nos importa un carajo que nos toquen el culo; excepto que tengamos puesta la camiseta de la selección, ahí sí que no. Las mineras, el gas y el petróleo no los defiende ni Montoto, Germán. Tengo una tía que está por allá cerca de San Juan, por un lugar de esos, no la vi en mi vida eh pero dos por tres le cuenta a mi viejo que el suelo tiene las porquerías de Monsanto, que el agua no se puede tomar, que se gastan medio sueldo en agua de bidón y, te digo más, que los pibitos terminan todos internados en las guardias, ¿Dónde lo viste hermano? Yo lo sé porque la tía Irma manda mensaje, ¿Pero si no?¿Si no? Eso sí, Germán, cuando la selección pierde, somos todos los defensores de la patria.
No sé, loco. No digo que esté mal. No sé si está mal y, ¿Qué mierda sé? Tampoco puedo decir mucho, no es que yo sea la reina de Holanda, vos me conocés, tampoco es que soy una excepción brillante de la sociedad. Lo primero que leo del diario es la deportiva. Está en nuestra sangre Germán, y la sangre tira. Pero no me desentiendo, eh, nada de hacerme el boludo y de mirar para otro lado. Lo digo de frente. Lo digo bien eh, estoy tranquilo eh, pero lo digo de frente: qué pelotudos que somos, viejo. Somos una flor de mierda. Yo te pregunto y vos decime, ¿En dónde más podrían haber nacido y proliferado tanto los panelistas dueños de la verdad? Dios los cría y en Argentina los amontonamos, hermano. Somos el CEAMSE de los pelotudos televisivos. Es insólito Germán: cualquier boludo se puede sentar en una silla enfrente de una cámara y decir la primera estupidez que se le cruce por la cabeza. Cualquier gil Germán, cualquier gil que no sabe ni hacerse el nudo de la corbata, hermano, que no distingue chinculines de mollejas. Y Te digo que no hay límites para la pelotudez humana y es nada más que por eso que existen  especialmente los panelistas deportivos. Sólo acá, Germán. Gordos cometriplesdemiga  que dicen lo que se les canta el culo, siempre con el diario del lunes. Que hablan. Que saben hablar. Hombres de lengua voraz y poco huevo, Germàn, hombres de poco coraje. Tipos que no se hacen ni el nudo de la corbata eh, tipos que se les queda sin agua el sapito y le llevan el auto al mecánico, eh. Te digo que en esta catástrofe tengo mucho miedo por el pibe, Germán. Mirá que vos sabés que yo mucho por estas cosas no me caliento. A mí me gusta ver fútbol y listo, no veo esos programas de tres de la tarde. Pero, te digo que ahora tengo miedo. Tengo mucho miedo por él. El pibe me tiene preocupado. De verdad te digo, boludo, ¿De qué te reís? Te explico: él te juega contra cualquiera, se le planta a cualquiera, eh.  Se las banca todas el enano. Si tenés alguna duda pensá en esto, pensá si a tu hijo, a Joaquincito que tiene diez, lo mandaras al colegio con la jeringa en la mochila para que se pinche solito. Es guapo el pendejo Germán: esas cosas no se pierden, no se las lleva el viento eh, no se olvidan. Yo sé que me vas a venir con que Maradona esto y Maradona lo otro y que Messi nada, pero estás equivocado y yo te voy a decir porqué German. Son dos árboles distintos, Germán. Messi nunca va a hacer el gol de Maradona porque el país no estuvo en guerra, Germán. Los compañeros de Messi tampoco hacen los goles, Germán. Metieron tres ese partido Germán, ¡Tres!¡José Luis Brown, Germán, un defensor! Burruchaga y Valdano uno cada uno... Había un planteo táctico, Germán, Bilardo les tocaba la puerta a las tres de la mañana y si no estaban soñando con el que tenían que marcar, no jugaban. No me vengas con boludeces, porque son dos personas distintas Germán. Escuchame bien, Germán. Y mirame porque no te lo repito: Son dos personas distintas en dos momentos distintos. Dos personas distintas. Es como pedirle limones al naranjero y naranjas al limonero, Germán, te pido que no seas tan ciego. Y no te voy a decir que el pibe es incriticable. No, si, criticalo. Pero futbolísticamente y con fundamento, eh, no cualquier cosa. Pero aguántame que voy al baño y te sigo diciendo, porque esta se viene brava eh, ¿Vos viste cómo nadie habla en la oficina de todo lo que pasó? Es así, Germán, cuando la cosa es grave de verdad, la gente no habla. Van a pasar unos días y al pibe lo van a matar en todos lados, Germán, va a ser más malo que la inflación, hermano, va a ser el que se vendió al lado oscuro, el traidor de la bandera y de la patria.

Y, yo pienso, esto no puede ser casualidad. Juan Román seguramente algo le dijo, avisarle le avisó seguro. Ponerse la 10 de la selección no es boludés ¿Sino por qué renunciaría un tipo con tanto talento y las bolas tan puestas como él? La vieja, enano, ¡La vieja le tuvo que pedir que pare! Porque se hartó de escuchar tantas cosas de su hijo. Y Román no es un cobarde, eh. Y sí, claro. Cuando te dan la diez de Argentina por primera vez, te deberían dejar en el vestuario una impresión arriba de la camiseta dónde firmar que uno acepta términos y condiciones. Y esos, esos si hay que leerlos hasta el final, eh. Ahí sí que te cagan con la letra chica. Te dicen que te van a aplaudir, que esto es un ida y vuelta de amor, que se van a cansar de lograr cosas juntos, que para vos siempre lo mejor porque te lo mereces, que sos la carta Pokerstars… boludeces, todas boludeces, te doraron la píldora, enano, te endulzaron los oídos. Cuándo te querés dar cuenta estás pasando el cumpleaños de tu amigo tomando mate arriba de un semi cama, todo por amor al arte eh. Y, eso no es nada eh… después, después hermano, qué dolor. Qué dolor, Lionel. Cómo te engañaron, Lionel. Te vendieron la ilusión y te compraste un buzón grande como las deudas de la AFA y las cuentas de Segura y Angelici, grande como todas las cuentas de todos los chorros juntos, grande el buzón como el rayón del auto que no le dejo una gamba al trapito. Nadie te contó la letra chica, Lionel, querían tener tu magia pero no estaban preparados para darte un abrazo. Nadie estaba preparado para darte un abrazo si resultaba que en el fondo, bien en el fondo, eras humano, tan falible a equivocarte como todos. Nadie te preparó un abrazo por si las cosas no te salían y, ahora, el hijo de puta sos vos porque renunciás. Porque sos el capitán y dejás que se hunda el barco. Y, claro, si era todo en negro. Yo puedo entender que no te dé más ni el bocho ni el corazón. De pibe te desmerecieron porque no querían poner una moneda -ni siquiera una moneda, un vuelto-, pero después vinieron a buscarte con un mundo de promesas bajo el brazo, porque te vieron el potencial. Te dijeron que venías a sumar, que venías a ser parte de esto, un engranaje de la maquinaria, y ahora, que al barco le entra agua por todos lados, que no se sabe quién hizo qué y de quién es la culpa, te ponen como el responsable de todo, sos el representante legal y el apoderado de la empresa más importante de Argentina, donde los 40 millones tenemos acciones y todos podemos opinar.
No sé sí con la de España ibas a ser más feliz. No sé, no creo Leo. Lo llevás en la sangre y que te puedo decir, enano miserable… la sangre tira. Pero nadie te contó que en cuanto te pusieras la 10 ibas a tener que pagar vos solito todas nuestras inversiones en ilusión. Nadie te dijo que ibas a tener que colmar, acompañado o sólo, con las expectativas de todo un país. Nadie te dijo que iba a haber tanto muñeco adjetivándote, tildándote, buscándote el pie de apoyo. Vos sos un pibe pillo Lionel. En algún momento te la viste venir, pero está bien, yo hubiese pensado igual eh, yo hubiese pensado que me iban a cuidar un poco más ¿En dónde más te van a cuidar tan poco, pulguita? Esto es Argentina Lionel: Trae la copa, o no vuelvas… 
Y te digo Leo que tengo miedo. Tengo miedo por el mundo, porque yo te quiero ver jugar, porque tu fútbol es irremplazable. Y me da miedo que todo esto te afecte, porque ya no bailas con Boateng, ni con Hummels, ni con Medel, ni con Bravo. Ahora bailás con la más fea. Jugás contra gente mucho más peligrosa. Contra personas que no afilan los tapones sino la lengua, para pegarte dónde jode. Te enfrentás a una especie autóctona argentina, más peligrosos que el yaguareté y bien zorros, bien bichos: los pelotudos de sillón. Los que no saben hacer porque su fuerte es opinar. Opinólogos Lionel, dueños de la verdad. Los especialistas de la crítica. Los que manchan la pelota sin ningún remordimiento porque no la tienen en los pies, porque no se ensucian los zapatos, Pulga, por eso, porque la miran desde el escritorio, desde el estudio, desde el sillón de la casa. Porque no saben lo que es entrenar con lluvia, Leo. No saben lo que es vivir para el fútbol porque no viven para sino del fútbol. Ahora jugás contra los que arreglan resultados, los que hacen negocios con los pases, contra los que meten la mano en la lata. Estás en una encrucijada contra tipos que son capaces de vender a la vieja por quince segundos de cámara, tipos que son capaces de incriminar a sus hijos por unos seguidores y no se saben hacer el nudo de la corbata, Lionel. Te persiguen mediocres de la vida, con el control remoto en una mano y en la otra un triple de miga al que se le caen las papasfritas aplastadas sobre la alfombra. No me digas que tipos como esos te pueden alcanzar a vos, Leo. Esos son los verdaderos asesinos de la poesía, no vos que tiraste un penal afuera. El que no pateó afuera en la vida, Leo, el que no la pateó nunca a la quinta bandeja, que tire la primera piedra. No saben lo que es, enano, no saben. No saben lo que hay que tener y dónde hay que tenerlo para ponerse la 10 de la selección. Pero igual te entiendo, eh. Yo soy un cagón Leo, yo si soy vos me iba al mazo hace mucho, ¿Qué es eso de mudarse de país sin ni siquiera haber terminado la primaria? ¿Qué te voy a decir? Pecho frío soy yo que en el laburo me hago el que trabajo y estoy en Linkedin ¡Linkedin! ¡Ni siquiera tengo los huevos para pelotudear en serio!
Pero esto me preocupa de verdad Leo, porque me parece que no te enseñaron a tratar con argentinos, ¿De dónde saliste flaco?¿De un repollo?¿Nadie te enseñó nada a vos?¡Los argentinos no entendemos, Leo! Queremos frases contundentes, farándula,  quilombo, carisma, soberbia, éxitos. Y vos, enano condenado, sólo sabés jugar a la pelota. ¡Sos un inútil! ¡Sólo sabés jugar a la pelota! Ni siquiera sabés hablar el castellano hermano, te preguntan algo y contestás bajito, con monosílabos. El único idioma que sabés hablar es el idioma fútbol, pibe. Yo sé que parezco un zapato, pero a veces leo viste, algo, un poco, para estar informado. Me pasaron un texto cortito hace un tiempo, un tal Hernán Casciari. Claro el flaco tiene razón, vos no sos humano, pibe, vos sos un perro. Desde ese día que leí eso, hace, no sé, ¿Qué serán?¿Dos años? Desde ese día que te miro la cara y no los pies cuando te enfocan de cerca. Pendejo hijo de puta, ¿Qué hacés sonriendo? ¡Tenés la pelota!¡Hacé algo!¡Buscá pase!¡Mirale las piernas al contrario!¡Te viene uno de atrás! Pero no te tengo que decir nada porque tenés un radar y la amas a ella y ella te ama. La pelota te ama y yo te amo con la pelota. Y sos un perro, pibe, sonreís y tenés la mirada en la pelota como mi perro mira los huesos que sobran del costillar. Y te hablan en castellano y en inglés y en turco y vos no le respondés, porque sos un enano desperfecto que no habla en ese idioma, que no habla en ningún idioma del mundo, que sólo y únicamente conoce el idioma fútbol porque cuando yo me limpiaba los mocos con las mangas del delantal, vos te metías hormonas para poder jugar; porque eras un enano que ya soñaba con gloria cuando yo jugaba a la play. Sí, a la play y desde un sillón. Desde un sillón como todos los inútiles incompetentes y pechos fríos que no saben lo que pesan y lo que duelen los sueños que no se cumplen cuando uno dio todo. Como todos esos bandidos, destructores de la belleza, dueños de la verdad, defensores del pensamiento único que -desde el sillón- nunca tiraron un penal afuera. Y te hablan, Leo, no dejan de hablarte. Te hablan en uzbeco y en mongol y vos les respondés con la pelota. Te hablan en griego y les respondés con la pelota. Y te afilan los tapones y respondés con la pelota, Leo. Te putean en polaco, en ruso, en hebreo, de todas las formas que conocen, y vos te quedas callado porque no sos un líder carismático, porque no tenés discursos falaces, porque no sos un ser político, porque no sos todo eso, enano. Y te felicito, enano perfil bajo, por no ser argentino en lo que no valemos la pena. Por no darle gilada a la cabida. Te felicito por no sentarte un sillón en toda tu puta vida. Por entrenar, entrenar y entrenar. Les respondés con la pelota porque sos mucho más noble y más grande que ellos. Te dicen lo que te dicen y piensan que no tenés personalidad, pero los que no entienden son ellos. No entienden que vos no contestas con palabras, que a vos no te salen las palabras. Que vos sólo manejás gestos: jueguitos, pases, gambetas, arranques, tiros libres. No entiende que vos respondés pidiendo la pelota. Que respondes mostrándote, sin esconderte nunca. Pidiéndola siempre. Tratando siempre. Sin apichonarte jamás. No les alcanzan ni los goles, ni las asistencias porque vos les respondés y ellos no te entienden. No entienden que vos no engañás ni mentís, porque con la pelota en los pies no se engaña ni se miente. Se hace, mejor o peor, pero no se miente.   

                Y te vuelvo, a decir, Germán, perdóname la demora. Ahí te traigo la carpeta. Estaba pensando en otra cosa, sigo maquinando. Viste que yo leo, un poco, no mucho. El otro día, un tipo, Carlos Pagni, no sé si lo tenés, yo la primera vez que lo leo. Bah, Leí el principio en realidad, después me bajé del colectivo. Decía que este tipo, este López, tirando valijas de dólares por los aires, haciendo pozos en el patio de un monasterio, era un aleph; Un aleph, Germán, como una imagen muy expresiva de algo, un segundo en donde hay tanta claridad que se condensa un universo de cosas; Te explico, el tipo hizo que entendieramos todo sin decir una palabra, ¿Qué mejor definición de corrupción que un tipo tirando valijas por el aire en un monasterio y haciéndose pasar por desbordado mentalmente para que lo declaren inimputable? Esto de Messi es un aleph de la Argentina, Germán, ¿Me entendés? Es una aleph de lo que somos y de lo que permitimos. Y a mí, me pone muy triste viejo, y me preocupa no sólo por él sino por lo que esto implica: ¡El mejor jugador de fútbol de la historia! ¡Qué ama el fútbol más que a la vieja! ¡Qué soñó con esto toda la vida! Dejando de jugar al fútbol por lo mal que la pasa... ¡Lo dijo él! ¡El tipo casi no sabe hablar y lo dijo claramente! ¿Qué lo puede explicar mejor Germán? No me voy a poner en moralista, no. Pero somos una mierda, no me lo negués. Una flor de mierda. No vamos a venir ahora con que el pibe no tiene derecho a pensar en sí mismo... Yo sólo espero que el pibe descanse. Y, no sé, viste, no sé. Ojalá, algún día -cuando a él le parezca eh no cuando nosotros se lo pidamos-, se vuelva a enamorar y vuelva a soñar. Porque te soy sincero, Germán, acá el único que pierde es el fútbol.  



Para el más grande, para el que hace que nos paremos en la silla, para el que nos hace sentir vivos a los hombres lisos y llanos cuando tiene la pelota en los pies. Muchas gracias y espero que, una vez en la vida, hagas lo que se te canta el culo. 

domingo, 1 de mayo de 2016

Más vale osobuco propio que banquete regalado

                Al que se despierta con el primer llamado del despertador y al que pospone la alarma también: feliz día. Feliz día del trabajador. Qué lindo día para celebrar.
            Y le digo feliz día a los dos, porque todos nosotros trabajadores, somos los dos: el que sale de la cama y el que se quiere quedar. No conozco laburo alguno, por ideal que sea, que venza esta premisa; no existe quién, por lo menos alguna vez, no tenga ganas de quedarse en la cama. Sea quién sea, siempre a todos nos dan ganas de descansar más, de hacerla fácil. Somos seres humanos falibles. La siempredad no es cosa humana, es real y está bien. No somos máquinas, y eso está bien. Por eso, feliz día a todos nosotros que cuando salimos de la cama no salimos por programación, sino por motivación y con empeño. Porque laburar es, indefectiblemente, esforzarse. Es no quedarse, es incomodarse, es sacarse las sábanas de encima y poner un pie en el piso y después el otro; vestirse e ir a ver que nos tiene preparado la vida para las próximas 24 horas. Es salir en busca. Activar y enfrentar lo que haya del otro lado de la puerta, entendiendo, quizás tácitamente, que paz rara vez es sinónimo de quietud o inercia; en el no hacer es poca la paz que se encuentra.
Me gusta pensar en hoy, 1° de mayo, como un día en el que está bueno darse un autoreconocimiento. Un día especial para darse autoabrazos, para automimarse: para levantarse temprano, comprar unas facturas, cebar un buen mate en una mañana otoñal y autofelicitarse por el resto de los días del año en las que nos ganamos a nosotros mismos y vamos por más. Trabajar es hacer, es levantarse, es buscar, es esforzarse, es muchas veces elegir desafíos y, por qué no, dificultades. Por eso, principalmente, feliz día a los que hacen. A los que, aunque a veces nos cueste, elegimos cada día cruzar el umbral y hacer.

Mi novia está terminando de ver una serie y, como siempre pasa, terminé viéndola con ella: Downton Abbey. Una serie que, gracias a un excelente laburo historiográfico, presenta la vida de una familia de la máxima alcurnia aristocrática inglesa en los años ’20; las costumbres onerosas y el estilo de vida de la clase más alta, con sus formas y hábitos, enfrentándose a un mundo en acelerado cambio. Mujeres y hombres vestidos de gala las 24 horas del día, contando con criados, sirvientes y mayordomos, mezclando el té con cucharitas de plata recién pulidas y paseándose por los salones amplios del castillo.
Entre todos esos dejos que quedan después de terminar de ver alguna película o serie, me quedo con una pregunta: ¿Podría vivir así? O más bien una afirmación: no podría vivir así. Y aunque el que hago es un juicio completamente anacrónico, a 100 años del marco temporoespacial de la serie, sé que no podría, sin ninguna duda, tomar un té mirando por la ventana mientras dejo que me solucionen la vida: qué vestir, qué comer, con quién hablar, con quién casarme. Uno siempre tiene en la cabeza esa película, agiornada a nuestros días, en la que vive una vida resuelta. Si, ¿Quién no se comió esa peli donde te ganaste el Quini y, por poner un ejemplo, viajás por todo el mundo probando las diferentes comidas de cada lugar? Una vez me gané un viaje a Nueva York con absolutamente todo pago y, no te voy a mentir, fue increíble; ¿Quién no pensó alguna vez que ojalá de repente cayera un auto en la vereda de casa y no me tomo nunca más el tren? No te voy a dejar que me digas que nunca quisiste, por lo menos, que las cosas sean más fáciles. Yo, todo el tiempo. Una vez por día seguro que por algo me agarran ganas de putear.
Entonces, algunas veces, cuando tengo un raye de iluminación, pienso y repaso y me llamo a coherencia. Me recuerdo, me reveo, me miro a mí mismo íntegramente y me doy cuenta de que Lady Mary Crawley y sus hermanas tédependientes se están perdiendo algo importante. Algo que en mi historia personal significó las más grandes alegrías. De esas que te hacen hinchar el pecho, respirando hondo y largando el aire lento, que te dan electricidad en el cuerpo, euforia, que te hacen mirar al cielo, que emocionan hasta el calambre, que te sacan lágrimas de desborde, que te hacen sentir completo. Ese tipo de alegrías que sólo te da el haber logrado algo a lo que le se le pusiste alma, vida y corazón. La satisfacción del trabajo bien hecho. Los frutos del esfuerzo, que con nada se pagan y con nada se compran. Un esfuerzo total es una victoria completa, dice Ghandi. Por ejemplo, el viaje a Europa por el que casi tengo que vender un órgano. O la alegría del noveno cumpleaños de Mediapila. Ahora, por ejemplo, el proyecto de cambiar el techo de mi casa. Las que se me vienen a la cabeza ya, de las muchas alegrías completas e inolvidables. Los invito a que ustedes también le pongan nombre a esas alegrías bien logradas, en las que involucraron todo su cuerpo y su humanidad, y, quizás nombrándolas, escribiéndolas en un papel, abrazándolas fuerte, se encuentren con esta certeza -que muy seguido olvidamos- de que Lady Mary, al final, era una gila, y que más vale osobuco propio, que banquete regalado.
Por eso, feliz día a los que creemos que el trabajo nos hace dignos. Feliz día a los que terminan los días largos agotados y habiendo cumplido. Feliz día a los que creen que trabajando aportan su mismidad; los que cuando laburan buscan plasmar lo mejor de sí mismos. Feliz día a los que aprecian el valor del trabajo: capaz de cambiar positivamente el autoestima, el interior, la concepción de sí mismo y la realidad –no sólo económica- de una persona. Feliz día al pibe que todos tenemos adentro: ese pibe que cuando recibió su primer sueldo en mano, por más escaso que haya sido, miró los billetes como nunca antes.  

A Enrique, padre de tres hijos y abuelo de cuatro, que me acompañó por la banquina del Buen Ayre cuatro kilómetros, todavía de noche, mientras yo volvía de una fiesta y él iba a trabajar cómo hace seis veces a la semana, caminando para ahorrar el colectivo, muy feliz día. Al que emprende algo suyo, encontrando problemas y soluciones al paso, atando cosas con alambre, trabajando con esmero para que lo que tiene sea lo que sueña, feliz día. Al que hace con sus manos, feliz día. Al que trabaja pensando, feliz día. Al que saluda a todas las personas con las que trabaja cuando llega, también. Feliz día al que tiene sueños grandes. Al que cuenta las monedas a fin de mes. Al que le tiene que decir que no a los hijos cuando pasan por el quiosco. Especialmente al que llora uno de los llantos más amargos: el de no tener un mango, el de tener deudas y que no te alcance. Al jefe que es humano y cálido, que sabe sacar lo mejor de su grupo de trabajo. Al empleador que no ve sólo números y ve también personas. 
Por qué no, también al que se cuelga del tren y al que se ríe solo escuchando la radio o leyendo WhatsApp en el transporte público. Especialmente al que trabaja más por los que quiere que por sí. Al que espera el franco para buscar a sus hijos por el colegio o el fin de semana para llevarlos a la plaza, a la calesita o al cine. Muy especialmente al que trae siempre del laburo, sin importar qué, una sonrisa. Gracias y feliz día viejo: te quiero desde lo más hondo que hay en mí. Al que labura por los que no tuvieron la chance y quiere cambiar las cosas de nuestro país que no están bien. Al que no tuvo la chance y sigue buscándola y se sigue animando a apostar por lo que, muchas veces, parece improbable. Al que lo negrearon, Al que no recibe aguinaldo ni cobertura médica. Al que labura de lo que hay, porque, señores y señoras, vergüenza solamente es robar. Un abrazo desde el corazón y una mención especial al que quiere un laburo digno y no lo consigue. Feliz día al que hace patria; al que sigue creyendo en nuestro país, al que cree que no está todo mal. Al honesto, al que no ventajea, al que pone su parte, al que no firma algo que sus valores no avalan.  Al transparente y llano, al que no hace tramoyas. Feliz día al que en el medio de un día tan común y tan corriente como cualquiera pregunta ¿Cómo estás? y busca en la cara del otro una respuesta verdadera. 
Una excelente persona con la que trabajé me dijo que él en su experiencia había comprobado algo: para que alguien no quiera trabajar más en un lugar hay que hacer una sola cosa, descuidarlo. Por eso, feliz día a todos los que quieren aprender; pero todavía más a todos los que, con más camino, nos enseñan y nos tutorizan. A los que cuidan al otro. A los que ven el potencial en uno y creen más en nosotros que nosotros mismos. Feliz día a los que no se rinden blandamente. A los que no van a laburar porque sí; al que pone pasión y agonía, elegancia y torpeza. Al que se involucra. Al que hace, y acierta y erra. A la madre soltera que tiene que laburar para que sus hijos tengan lo que necesitan y sufre no poder estar con ellos siempre para cuidarlos desde cerca. A María Coronel, por ejemplo, que es todo lo que se puede decir de una gran mujer y todo lo que no se puede decir porque su valentía agota las palabras. A las costureras que cuatro de cinco mediodías cocinaban un tremendo guiso de alitas de pollo que compartíamos todos juntos.
Feliz día especialmente a las personas que, estén donde estén, toque la que les toque, quieren sumar; al que se puso un bar en la playa porque pensó que iba por ahí, y al que no y trabaja desde donde cree que es su lugar. Porque el trabajo, en el fondo, aunque nos olvidemos, no es otra cosa que una herramienta -a veces tediosa, a veces agotadora, a veces dura- para tratar de ser lo que queremos ser, para tratar de encontrar paz entre el quilombo que siempre está; para hacer y que ese hacer tan humano –de a momentos errado, de a momentos exitoso y siempre lleno de sangre- nos vaya gradualmente llenando el alma de esos momentos alegres que no se olvidan ni se reemplazan.        

       

martes, 18 de agosto de 2015

Anestesiado


Volvió de un salto al mundo de los vivos cuando vio que el reloj del celular marcaba casi las siete. Se destapó de prepo, sin hacer caso al frío pelado del invierno. A esa hora salía camino a la avenida y todavía tenía puesto el pijama. Sin haberse sacado la remera, miró hacia la cama y se dejó seducir por la posibilidad de volver a meterse. Esta podía ser una de esas mañanas de ostento en las que se tomaría un remís para tener entre 35 y 40 minutos más. Había aprendido, con el pasar de la vida, que la puntualidad es respeto, y se había convertido, a partir de eso, en un tiempista. Volvió a mirar el reloj, y habían pasado unos dos minutos. Tenía que activar. Era veintidós, y la poca plata que le quedaba para este mes lo frenó en seco; no podía darse el lujo. Si salía antes de y cuarto, llegaría en hora. Dejó ir la idea del desayuno y de revivir bajo una ducha caliente escuchando Sui Generis. Si dio el tupé de repetir pantalón, camisa y sweter. Habían quedado colgados desde ayer, uno sobre el otro, en el respaldo de la sillita que acompaña la cama. Armó la mochila para enfrentar el eterno día miércoles: cartuchera, cuaderno, cuaderno, apuntes, botella de agua, cigarrillos, juego de llaves, frutas varias para paliar el hambre sin gastar y el veterano compilado amarillo de cuentos. Apagó todas las luces, le dejó comida y agua a su perra, y prendió fuerte la radio como para que parezca que en el departamento había alguien cuando él se iba. Celular y billetera en los bolsillos, un veloz lavado de dientes, gorro, bufanda, guantes y a la calle. Otro día en la selva pensó, subiendo la barranca. Caminó sus nueve cuadras con los hombros tensionados buscando algo de calor, y la mente en absoluto blanco. Pasos rápidos y acompasados, firmes e insobornables, indistintos, descuidados, negligentes. La mirada apática, perdida en algún limbo irremontable. Frenó el 203 y subió. Buen día. $3,25, por favor. Tuvo, por esa única mañana, la alegría de sentarse y de, gracias a esto primero, poder sacar de la mochila los relatos de Cortázar.
Una vez abierto, acercó las añejas hojas de esa primera edición y lo olfateó. Aún contra viento y marea, él seguía teniendo esas cosas; era, al menos en su interior, un poeta empedernido. Recién después de sumergirse en ese olor, pudo –por primera vez en el día- aflojar el semblante y respirar hondo. Y así, dejar entrar a las palabras, y al entusiasmo que las palabras le generaron, y al torrente de vida que trajeron consigo. Lo que disfrutaba leer no tenía parangón, y lo hacía con ahínco, por lo que más que un lector, era un comentarista. Se inundó de locura y de tensión siguiendo la fatídica historia de amor de Aníbal; Y la leyó gesticulando con la boca gritos mudos, para que nadie en el colectivo notara que él era uno de esos pocos cuerdos que aparecen todavía entre la gente y aún no fueron neutralizados:
“Nunca más supo de Doro y no le importó, también se había olvidado de Beto, que enseñaba historia en algún pueblo de provincia, los juegos se habían ido dando sin sorpresa y como a todo el mundo, Aníbal aceptaba sin aceptar algo que debía ser la vida aceptada por él, un diploma, una hepatitis grave, un viaje al Brasil, un proyecto importante en un estudio con dos o tres socios. Estaba despidiéndose de uno de ellos en la puerta antes de ir a tomar una cerveza después del trabajo cuando vio venir a Sara por la vereda de enfrente”.
Quería seguir leyendo a toda costa. Terminar al menos ese párrafo de Deshoras; seguir llenándose del patio de Banfield, de sol, de luz, de fuego, de calor, seguir empapándose en color, en aroma, en sabor, en texturas. Pero se interpuso cacheteadora, impositiva y cruel, como tantas otras veces, la realidad. O, en este caso, su parada de colectivo.
Llegó erguido y a pasos rápidos. Firmó y 45. Un año y medio sin llegar tarde, ya me estaba preocupando le dijo la secretaria con su expresión pérfida. Sacó pecho: tenía el record de la oficina y no lo quería perder. Pablo, quizás como todos nosotros, ataba su autoestima a algo para que este mundo de vencedores y vencidos no se la destruyera impúdicamente. Se sentó en el box y dio una vuelta en su silla antes de sacar de la mochila la notebook. Estuvo hasta el mediodía para dejar en orden las planillas de Excel y las mails. Él era metódico: en el Gmail del laburo tenía el fondo de las montañas y en la bandeja de entrada una etiqueta de clasificación para cada posible mail entrante. Sus planillas estaban siempre prolijas y bien nomencladas. No perdió un archivo desde que entró al laburo. Su primer jefe, allá por los quince años cuando era mozo y camarero, le había comentado –con mucha menos sutileza- que el orden es eficiencia. Por lo tanto, el debía ser organizado y lo era. Se hacía fuerte en eso: era cumplidor. A la tarde generalmente se dedicaba al teléfono. Algo así como: ¿Señor Pérez? Si, el abogado Saráchaga del Banco Credilogros. Por la deuda de la Argencard. Yo entiendo que esté pasando este momento difícil, pero piénselo: ¿Prefiere que hagamos cuotas de $1500 o que le embargue el recibo por $3000? Llegado el momento de saturación rodaba sobre su silla hasta el box de Joaquina, una compañera también veinteañera: un tanto personaje, abogada por obligación y mandato paterno, y cirquista por amor; morocha de ojos claros, tez blanca y la cantidad exacta de pecas entre sus ojos, sobre la nariz y en los pómulos. Ella hace tiempo que resistía y, como solía decir, se negaba a haber desperdiciado tiempo de su vida haciendo cobranza para un banco sin irse, por lo menos –si no era también con un monitor rompiendo una ventana-, con su indemnización bajo el brazo. A veces, para no ser denso con ella iba a buscar agua caliente, y batía sin fin su café. Echaba un sobre de azúcar y perdía sus ojos en los ochos que marcaba con la cuchara. Si era té, metía el saquito y dejaba que el color de la infusión se funda lentamente con la transparencia del agua, dejando halos de color y ganando firmeza.
En la vuelta le pidió al chofer boleto de $3 porque tenía miedo de que no le alcanzara el saldo de la SUBE. Le había dicho que no a Tincho. Que tenía que estudiar para los parciales. Que hablaban en la semana cuando haya terminado de rendir para tomar unos mates tranquilos. Estaba liquidado, esa era toda la realidad. Viajó colgado del caño, apenas con espacio para sentir. Así y todo, su cabeza no generaba nada. Estaba en estado comatoso. Sólo pudo pensar en un cigarrillo. En las ganas que tenía de fumar un cigarrillo. En cómo se consume un cigarrillo, en lo rápido que se pasa. En que, a veces, se termina antes de que uno se dé cuenta. En un cigarrillo prendido que, como la vida misma, puede ser olvidado en un cenicero porque uno se fue a hacer algo y al final terminó tardando más, y este se consumió hasta el final. Pensó en sus cenizas quemadas y caídas uniforme y aletargadamente. Tiradas ahí sin gracia ni recuerdo, sin pasado, sin gloria. Un cigarrillo, que una vez que recibe el primer fuego va a consumirse hasta el final independientemente de lo que uno haga; un cigarrillo que tiene un final, aunque uno lo aproveche o no lo aproveche. Las yeguas de las secretarias, el incompetente de su jefe y los clientes con moras tardías, menguaban toda su energía. Lo drenaban, lo enfriaban, le exprimían cada bombeo del corazón. Apagaban todo su fuego.
Llegó pasadas las siete y media y ya que no tenía que ver a nadie, poniéndose el pijama, renunció a cualquier potencial novedad hasta que –después de revisar más que lo suficiente Facebook- se metió exhausto en la cama a eso de las doce.
Para dormir eligió Cantata de Puentes Amarillos. Pero después de diez minutos, cuando terminó la canción, estaba más desvelado que antes. Algo estaba haciendo ruido adentro. El Flaco Spinetta le generaba algo intenso. Sus acordes, sus letras, la continuidad fluida de su locura. Un cuerdo suelto entre la gente. ¿Le pasaría algo a Tincho que quería que nos juntemos a morfar? Quizás lo había dejado en banda. Hizo frente a su insomnio con un vendaval de pensamientos y sensaciones. Se acordó de improvisto de su niñez. De ese hecho singular que insistía en aparecer en su cabeza: su mamá contándole cuentos en la cama; metiendo en su vida por primera vez a este mismo Cortázar que hoy aparecía en el colectivo. Ella leyéndole relatos de Cronopios y de Famas. Diciéndole que el mismo Julio había ido a la primaria en Banfield con el abuelo Ramón y que ya desde entonces escribía y lo hacía muy bien. Que Cortázar también había pasado por malas: que su familia, como la de ellos, también tuvo malos momentos económicos, que él también había sido abandonado por el padre. Qué así y todo, el escritor había logrado ser un Cronopio. Había logrado ser un distinto en este mundo de iguales. ¡Vos Pablo también podés ser un Cronopio!, recordó nítida la voz de su vieja. Ella creía en su capacidad y en su fuerza. Cuando su mamá vivía, creía que él, al igual que el escritor, estaba destinado a algo grande.
Siguió soñando despierto: Pensó en la mujer que lo volvía loco y en su pelo cayendo liso y planchado sobre los hombros. Tenía puesto un vestido holgado pero corto color azul con lentejuelas y sus sublimes y sólidas piernas cayendo sobre los tacos. Vino después la verdadera aventura que había tenido cuando fue a Rio de Janeiro para la final del mundial. Después sólo divago: Un cigarrillo solitario y merecido en una noche templada después de un día largo. El trino de unas cotorras. La sombra de la Magnolia de Luján en verano. Un viaje en la ruta al sur y un copiloto que sabe de encuentro y ceba un buen mate amargo. Una mañana solitaria de domingo con el sol saliendo y el fluir incesante e imperturbable –tan verdadero- del río; el naranja y el celeste fundiéndose en el cielo y las gaviotas volando en bandada en forma de V escapando del frío y luchándole a los vientos y ganándoles. O, porque no, el rocío del pasto del campo mojando las manos, un fogón, una guitarra, las estrellas. Desconexión y conexión. También dos amigos, una picada modesta, Messi tirando paredes y ocho birras heladas en la heladera. Luego unas brasas en el piso, una parrilla improvisada y el olor a carne asada penetrando el sistema nervioso. Una chimenea prendida y un sillón mullido y un compilado amarillo de cuentos, y el sonido de la cuchilla cortando verduras que llega desde la cocina y la compañía fiel de la mujer  a la que, después de comer compartiendo un Cabernet, se podrá desvestir para sentir su piel y acariciarla suavemente en la espalda y en el frente y en todos lados hasta caer ambos íntimos, desnudos y satisfechos. Todos esos momentos sublimes: la única riqueza que le queda. Lugares de su corazón que justifican toda su angustia, toda la injusticia, todo el dolor, todo el trabajo, todos los intentos que quedaron en intentos, todas las horas oscuras.
Lo alegró saber que, a pesar del estado comatoso, seguía siendo él. Su esencia seguía estando ahí, relegada pero firme. Y en el cobijo de su cama, volvió a aflojar el semblante y durmió.
Salió de sus sueños con envión. El espejo ya empañado traía buenos presagios y con ese panorama se metió a la ducha:
“Viento del sur, oh lluvia de abril, quiero saber dónde debo ir. No quiero estar sin poder crecer, aprendiendo las lecciones para ser. Y tuve muchos maestros de que aprender, solo conocían su ciencia y el deber. Nadie se animó a decir una verdad, siempre el miedo fue tonto.”
Me sumergí cantando Aprendizaje, en ese chorro de agua cálida, que me despabiló del cansancio y de toda la anestesia. Volví a estar adentro de mi propia piel. Volver a sentirse completo después de despertarse es una sensación única. Colma el espíritu. Me miré al  espejo y me pareció que hoy estaba lindo, y que este día de sol podía ser un gran día. Mocasines marrones, pantalón azul pinzado, cinturón marrón canchero y camisa rosa recién planchada. Preparé la mochila, cargué la matera, le puse comida y agua a la perra, apagué las luces, prendí la radio, y salí. Caminé hasta la avenida respirando hondo, dejando que el aire me renueve. Tarareé hasta la avenida pensando en Joaquina, ¿Le habrá ido bien con el barcito en la playa? ¿Habrá conseguido casa? ¿Transporte? Y mucho más importante, ¿Se sentará bajo las palmeras de la playa a ver el atardecer con un porroncito como decía en la oficina?
            Frené el 57. Buen día, ¿Cómo le va? Digo al chofer fuera de todo apuro. $5,75, si es tan amable. Tiene rulos largos y definidos y muchos pelos en el pecho. Parece la Mona Giménez. Me paro antes de los asientos del fondo, cerca del timbre. Ahí es más probable sentarse porque son cinco asientos los que se pueden desocupar. Siento pasar por entre mis brazos y entrar por mi camisa el aire que entra por las ventanillas del bondi. Llego a la escuela caminando suave. Saludo a los chicos y escribo el día de la fecha en el tope izquierdo del pizarrón. Título: El sistema reproductor. Explico, entre chistes obvios y caras raras, un ápice de nuestra genitalidad y con una pasión que sale desde lo más profundo de mi, sentencio sobre el recreo: ¡Entendamos el milagro de que cada uno de nosotros exista!¡Fuimos sólo dos células encontradas!¡Fuimos menos que nada!¡Fuimos tan sólo un sueño!¡Tan sólo una pequeña posibilidad!¡Nuestro cuerpo es la única máquina que puede generar y criar y desarrollar otra vida desde la nada!¡Otra vida con sentimientos, vivencias, alegrías, logros, felicidad! Por primera vez desde que empecé como docente de séptimo grado, mis alumnos no están huyendo con el sonido del timbre.

            Cuando salen al patio, abro el Gmail, disfruto de una mandarina grande y dulce, y me encuentro con el mail que confirma nuestras reservas aéreas a Colombia. Mando al grupo de Whatsup que tengo con el Pucho, Tincho y Mati: Siete y media en el club para los últimos detalles del viaje. Y voy sin dudar a su contacto: “Ya sacamos los pasajes. El 25 quiero arrancar la Navidad con cinco copas sobre la barra. Espero que brindes conmigo Joaqui”. También me encuentro con el mail del editor: “está todo listo, en noviembre sale tu libro”. Aflojo el semblante, respiro hondo, y se me pianta un lagrimón. Quizás sí. Quizás si estoy destinado a algo grande. Por ahora viene siendo un gran día, y algo desde adentro me dice que si no me duermo, vienen días mejores.

viernes, 7 de agosto de 2015

¿Adónde?

El andén vacío y oscuro. Apenas dos lámparas de bajo consumo iluminando el lugar donde está el único banco. Una de las dos titila. Está sentado. No sabe si el tren va a llegar. A veces llega tarde y a veces no viene. Mayor es el riesgo siendo el último. Puede que no venga. La selección juega a las diez. Pasó a comprar un vino por las dudas, pero no sabe si lo va a compartir con alguien o si lo va a terminar tomando solo. Al banco le faltan las maderas del respaldo, y está grafiteado con marcadores indelebles. Sus amigos no se juntan; cada uno o con la novia o con la familia o con otro grupo de amigos. Hoy fue un día raro, podría haber hecho más cosas. Salió del laburo y no hizo mucho más; se le pasaron las horas. La botella de vino está apoyada en el piso de piedritas, al lado de la mochila. Hace frío. Hay viento y truenos; se está por largar. Espera que no se largue antes de que llegue. En realidad, eso es mentira, ¿Si se moja qué problema hay? Es prácticamente lo mismo. Cuando llegue a su casa seguramente no haya nadie. Bueno, nadie más que su perra claro. Nadie lo espera más que ella. Esta noche va a llover mucho. Espera llegar a tiempo para ponerle las cacerolas a las goteras. Iba a comprar queso y salame, pero hacer una picada para uno es todavía más triste. Revisó Whatsup a ver si encontraba algún llanero solitario que quiera venirse, pero no encontró, ¿Quién iba a ir a su casa con esa lluvia un miércoles? En el andén no hay ruidos, ni ningún tipo de interacción. Sólo silencio, sólo escucha. Sólo soledad. Está volviendo a su casa y no tiene adonde volver. 

lunes, 16 de marzo de 2015

Amar el tiempo de los intentos

                Sólo sé escribir de algo, poniendo la base en mi experiencia. Hoy quiero hablar del quilombo. De los quilombos. De ¿Qué pasa cuando pasan los quilombos?¿Qué hacemos?

                Quiero hablar de la virtud de la paciencia y la lucha que implica el empujar y empujar el límite que esta parece tener. No puedo hablar desde otro lugar que no sea el mío propio. No sé hablar más que desde mí acotada e inexperta recolección de momentos y vivencias. Quiero hacerla fácil y corta, porque no es mi vivir y mi dolor y mi alegría lo que quiero que tome relevancia. Si, pasé malas y pasé buenas y sigo pasando malas y buenas, cómo vos y él.

                No puedo dejar de decir que si me he comido varias goleadas. Porque perder, perdimos todos alguna vez. Pero no es lo mismo ir perdiendo, que estar comiéndote una goleada. Recordando así velozmente, puedo decir que a los catorce me comí una goleada histórica: los quilombos en casa y las carencias de cariño que me dejó la muerte de mi vieja, unos amigos que –cómo buenos tipos de catorce años- estaban boludeando, necesidades económicas y falta de referencias. La mayoría de las cosas se fueron acomodando, pero, por decir algo, en casa me seguí comiendo siete un rato largo.

                En el deporte –y quizás un poco en la vida- soy un tipo muy competitivo. Autoexigente. Autocrítico. Sin ir más lejos, hace dos fines de semana me vengo comiendo cincuenta puntos. Y no sólo eso, sino que también me bajaron de equipo. A un tipo orgulloso cómo yo, todo esto le duele mucho ¿Porqué tanto? Porque el rugby lo vivo con intensidad. Porque cuando juego y entreno lo vivo al mango, dando lo mejor de mí. Y comerte una goleada cuando vas regalado, vaya y pase; pero ¿Comerte una goleada cuando laburaste enserio?

                Los ejemplos propios están puestos sólo para enmarcar en vivencias tangibles, reales y significativas –al menos para mí- aquello en lo que realmente quiero hacer foco; sólo para dejar claro que atrás de las goleadas –mías o de cualquiera-, hay una maraña de sentimientos difíciles.

                Perder es difícil, pero es maniobrable y reversible. Ahí radica, en mi opinión, la diferencia entre perder y comerte ocho: en las contundencia del golpe, en la potencia de la ola, que no revuelca sino que arrasa, que no sacude... que arrastra.

                Me acuerdo una vez hace, digamos, dos años, que llovía mucho. Nunca habíamos visto subir el agua en la calle de casa. No dejaba de subir. No estábamos preparados. No estábamos preparados para nada, en general, pero menos para que suba el agua. Y ahí estaba, subiendo. Más y más. Las goleadas son cómo las inundaciones: te pasan por encima. El agua sube y sube y si entra, entra. No hay esfuerzo que la pare. El agua se mete en tu casa, en lo más propio y valioso que uno tiene. Vence hasta los últimos bastiones. Empieza a arruinar y sigue subiendo y va alcanzando cada vez más cosas. Uno se desespera y, ya vencido, busca salvar todo lo que puede. Pone libros, sillas, comida, incluso electrodomésticos arriba de las mesas y las camas. Levanta colchones y levanta el canasto de las toallas, pero el agua alcanza mucho. Es incombatible. El margen de acción que queda es sentarse y esperar que pare de llover. Así también son las goleadas: ampliamente superadoras.

                Soy bastante matero. Hago –modestia aparte- un buen mate amargo. Pero vieron que el mate a veces, azarosa y caprichosamente, sale tapado. La goleada también tiene un poco de eso: de que el mate que te cebas a vos mismo te salga bárbaro, pero el mate que le cebas a alguien con el que te interesa que te salga rico, se te tape. Tiene algo de eso: de que te salga mal lo que venís preparando y trabajando con esmero y dedicación. Contamos, eso sí, con una ventaja. El partido de la vida (discúlpenme el lugar común) no se termina hasta que se termina, y eso nos deja muchísimas posibilidades. Si hay algo que le podemos agradecer a la vida misma es que -para quien quiere aprovecharlas- tenemos muchísimas segundas oportunidades.

                Dicen que la única derrota definitiva es rendirse. Estoy de acuerdo, pero quiero hacer un llamado de atención, porque creo que esta frase tiene trampita. Tendemos a creer que rendirse es levantar la bandera blanca; que rendirse es un acto de un momento de cansancio o dolor en el que se sucumbe y se abandona de una sola vez. La trampa está en que la rendición rara vez es tan radical. Inclusive creo, que esa –la instantánea y frontal- es la manera en la que se rinden los guapos. Es mucho, mucho más común, rendirse blandamente. El rendimiento imperceptible, el que pasa desapercibido. El de las excusas. Cómo el flaco que poco a poco fue aceptando su panza y se fue dejando estar hasta que un día, después de rendirse mucho tiempo (cada día) ante una situación  que no combatió, fue gordo. Nadie se hizo gordo de un día para otro; implicó esta gordura que hoy es real un tiempo de no pelea, de acostumbrarse, de tácita sumisión, de permitirse ser –consciente o no- lentamente gordo. Dejarse la panza poco daño hace al lado de permitirse no cuidar los vínculos que uno quiere, es incomparable con lo ruinoso que puede ser abandonar día a día la encarnizada lucha por estar mejor, por ser mejor.

                Vamos, paulatina e imperceptiblemente, dejando morir los sueños y proyectos que nos vuelan el bocho. Vamos creyendo que no son posibles. Vamos creyéndonos que los que están para hacer esas cosas increíbles que resuenan  y valen la pena ser contadas, son otros. Que los que están para hacer grandes carreras son otros. Que los que están para jugar en Primera son otros. Que los que están para arrancar un gran emprendimiento son otros. Que los que están para cambiar vidas, son otros.  Vamos dejando que nos etiqueten y nos marquen. Vamos definiendo lo que podemos o no hacer, según lo que el de al lado cree o espera. Terminamos por entender que hay cosas que no son lejanas sino imposibles ¿Lo más doloroso? Vamos dejando que no esperen de nosotros ¡Qué tragedia que no se espere nada de vos! Vamos, muchas veces, rindiéndonos con disimulo. Vamos a ser claros: una cosa es comerte una goleada que te está superando, y otra cosa completamente distinta es dejarte, permitir que te arrebaten lo que es tuyo.

                La paciencia, y el componente heroico que conlleva la paciencia, consiste en amar la hora oscura. Y amar la hora oscura es, nada más y nada menos, que enfrentar la goleada; poner, poner y seguir poniendo. Sonará contradictorio –lo sé-, quizás lo sea, pero amar la hora oscura es para mí, abrazar la goleada con fuerza. Es, cuando el quilombo está ahí, firme y desbordante, no hacerse el boludo. Ser guapo y pararse de manos. Si te hacés el boludo, no sólo estás siendo un cagón, sino que ya perdiste. Ya te acostumbraste, ya dormiste la siesta, te rendiste, te aceptaste superado. 

A veces, cuando la goleada es por quince, no rendirse es tan sólo ser lo suficientemente guapo para estar. Ser lo suficientemente valiente para poner la jeta. En algunos momentos –especialmente cuando algo es irreversible (la muerte, la pérdida) o incombatible-, luchar puede ser ser lo suficientemente valiente cómo para quedarse. Plantarte de guapo y estar y seguir estando. La hora oscura tiene muchísimo de poner la jeta y ser el que canta [siempre estuvimo en las malas y las buenas ya van a venir].

                Para mí el deporte fue y es una escuela y un eficientísimo y contundente educador. Nos enseña, entre otras muchas cosas, a bancárnosla: a seguir buscando la fuerza que sale de adentro cuando parecía que no quedaba más, a superar los mambos y quilombos que se resuelven con actitud y no con pericia o maña. Vamos aprendiendo a empujar los límites que creemos tener. Aprendiendo, no sin mucho pesar, a intentar una vez más; a mirar el espejo y seguir creyendo y seguir laburando aún contra todo pronóstico.

                Siempre termino colando alguna cita bíblica –me disculpo con el que no es del palo-. En este caso es Mateo 6, versículos 3 y 4 y dice más o menos así: “Cuándo des limosna, que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha para que así tu limosna quede en secreto; y tu padre que ve en lo secreto, te recompensará.” Salgamos del concepto de limosna cómo dádiva o monedas de la colecta o el semáforo y demos lugar al concepto profundo de limosna: entrega sacrificada. La entrega que cuesta, que demanda esfuerzo. La monedita que sobra no es limosna. Limosna limosna es cuando te agarrás la frente con las dos manos y antes de amar desinteresadamente pensás, ¿qué carajo estoy haciendo? ¿me alcanza la nafta para hacer esto?... Por fuera de la prometida recompensa del Padre, que puede llegar o no y que queda en tal caso en la exclusiva fe de cada uno, me quiero quedar con esto de limosnar en silencio.

                Amar la hora sombría, abrazar el quilombo, pararse de manos, tener la dignidad  de poner la jeta y el cuerpo cuando te estás comiendo la goleada: todo esto, tiene mucho de amar en lo secreto. De entregarse en lo secreto, en lo hondo de un corazón muchas veces sangrante, lastimado. Abrazar el quilombo- y abrazar el dolor y la impotencia y la frustración que genera el quilombo- es amar en silencio. Es muchas veces, también, llorar en el silencio. Implica muchas veces, cómo hacen los perros fieles y nobles, tener que retirarse a la soledad a lamer las heridas.

                Amar la hora sombría es muchas veces que ni la mano izquierda ni el resto del mundo se enteren de lo que hace la derecha, porque en toda lucha hay muy poco reconocimiento para el que se está perdiendo por afano. Y desafiando toda lógica, el éxito vincular -el que ensancha el corazón sin hacerte millonario, el que te hace sonreír cuando te apoyas en la almohada- está cimentado pura y exclusivamente en goleadas. Hemingway escribe ‘El Viejo y el Mar’ en 1952: un viejo –pasado en edad pero bastante mañoso- se aventura al mar abierto dispuesto a romper su racha de ochenta y cuatro días sin pescar ni un bicho. Sale con su barquito, viejo pero también aguantador. En el mar abierto se trenza en una batalla con el bicho más grande que haya pescado jamás. No se permite a sí mismo rendirse, y empuja sus límites físicos y psicológicos hasta el final. Hasta la victoria. Ata el bicho que iba a ser la admiración y el respeto de todos y su salvación económica, al costado del barquito y, después de tres días de ida, emprende la vuelta. En eso, es atacado en distintas ocasiones por camadas de tiburones con los que combate. Primero los combate con un cuchillo y al ir perdiendo armas en la lucha termina combatiéndolos con sus propias manos. Mientras vuelve y se enfrenta a la frustración de que los tiburones se comieran progresivamente su presa, se ve envuelto en un mar de ojalás y deberías. Ojalá hubiera traído otra cosa, debería haber hecho de esta manera, etc. Arrepentimientos y culpas. Después de la segunda guerra, Hemingway había sido duramente criticado por una novela que nunca prendió, y se lo tildaba como acabado. Durante el ’51 y principios del ’52, mueren su madre y su ex mujer, y su única figura paterna contrae cáncer. 'El Viejo y el Mar', 1° de septiembre de 1952.

 El bicho es, finalmente, enteramente comido por los tiburones. A pesar de la lucha completa y meritoria y silenciosa y solitaria, se lo morfan. Completo. La no-épica, el puro dolor, la plena derrota. El viejo, después de tanta lucha, llega a su hogar sólo, mojado y frío, tras seis días. Sin comida, sin pesca, sin soluciones: sólo un esqueleto gigantesco y pelado de pez. Y así y todo, hay en este viejo de mala muerte por el que nadie da un mango, que está desbordadamentemente triste, excesivamente dolido, una íntima convicción de que el esfuerzo con locura y la terquedad de nunca rendirse, constituyen en sí mismos una gran victoria. El viejo, pobre y aparentemente ignorante, que ya está a la vuelta, descubre con absoluta certeza, con un corazón dañado y calmado, que un hombre que se para de manos, hace frente a su hora más sombría y la abraza con integridad, luchando hasta el límite de sus fuerzas, no fue derrotado. Ahí radica la profunda dignidad, el inapelable heroísmo del Viejo: “El hombre no está hecho para la derrota; un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”, dice Hemingway.

Victor Frankl sostiene en ‘Men’s search for meaning’: Incluso en los campos de concentración -donde la libertad llegó al mínimo registro-, las personas tenían la posibilidad de mantener su libertad interior. La libertad que elige la vida; la libertad que elige elegir lo que toca vivir y abrazarlo y lucharla hasta el final sin ser derrotado. Aún en la destrucción física y mental. 

Cuando hay corazón y sangre, el fracaso está cargado de amargura. Cuando nos estemos comiendo la goleada, el arte y la virtud estarán quizás –paradójico como la vida misma- en el heroísmo de no esquivarle el bulto a la derrota. Cuando estemos fracasando de lleno y seamos desbordados, quizás el más grande mérito que tengamos sea el de seguir estando y conservando la dignidad que implica amar el tiempo de los intentos, aunque los intentos queden tan sólo en intentos. 
               
                Y como comentario al margen agrego una última cosa. Soy maestro auxiliar de quinto grado del Marín y me gusta creer que contribuyo a que los pibitos se desarrollen cómo personas. Hoy con ciencias naturales fuimos a la huerta. Hay en la huerta unas macetas muy grandes. Cada maceta tiene un árbol creciendo y una placa por cada egresado del Marín que murió joven. Regándolas con tres chicos, leí el nombre de varios compañeros míos de mi grado y de un par más grandes y más chicos. Tipos que yo conocí: Álvaro Costa, Javier y Nacho Orúe, Mateo Uriburu y algunos otros. Pibes que pasaron por mí mismo patio y mis mismas aulas y mis mismos pasillos. Mientras regábamos estos árboles, para que pudieran seguir creciendo, se me llenaron los ojos de lágrimas. Tenemos lo más importante: la vida y los días. No seamos cagones. Después todo tiempo de los intentos, llega el tiempo de las recompensas. El que abandona no tiene premio.

“Debes amar la arcilla que va en tus manos.
Debes amar su arena hasta la locura.
Y si no, no emprendas porque será en vano.

Sólo el amor alumbra lo que perdura.
Sólo el amor convierte el milagro en barro.

Debes amar el tiempo de los intentos.
Debes amar la hora que no brilla.
Y si no, no quieras tocar lo cierto.

Sólo el confiar engendra la maravilla.
Sólo el confiar consigue encender lo muerto.”