En la sombra. De cara al jardín. Al lado de la menta que, de alguna manera, todavía crece. El crujir suave de la entraña, constante. Suave y constante: sinfonía de un asado para uno. La invito a Petunia, que se sienta sobre mis piernas, reclamando la atención de mis manos ocupadas con un pucho y una birra que deja la marca de su frío sobre el tablón a mi izquierda, en la media tarde de este miércoles franco. Los acordes pasan y la menta, de alguna manera, todavía crece y miro todo lo lejos que puedo por el retrovisor, con la voz de la Negra en el bocho, con la cabeza de Petu sobre mi panza que cada vez, pese a quien le pese, está un poquito más grande. La sinfonía del asado, la poesía de un hombre que se debe a sí mismo cada vez menos cosas y la Negra Sosa –de ancho corazón- agradeciendo la vida que yo, en alpargatas y pantanlón corto, también disfruto. La menta florece. Petu respira lento; la siento latir, calma. Pausa el tire y afloje. Cuarto intermedio, cuando poco, para el tiempo de los intentos. Hoy hablan las voces del tiempo entre las brasas. Saudade que se convierte en abundancia.