Sólo
sé escribir de algo, poniendo la base en mi experiencia. Hoy quiero hablar del
quilombo. De los quilombos. De ¿Qué pasa cuando pasan los quilombos?¿Qué
hacemos?
Quiero
hablar de la virtud de la paciencia y la lucha que implica el empujar y empujar
el límite que esta parece tener. No puedo hablar desde otro lugar que no sea el
mío propio. No sé hablar más que desde mí acotada e inexperta recolección de
momentos y vivencias. Quiero
hacerla fácil y corta, porque no es mi vivir y mi dolor y mi alegría lo que quiero
que tome relevancia. Si, pasé malas y pasé buenas y sigo pasando malas y
buenas, cómo vos y él.
No
puedo dejar de decir que si me he comido varias goleadas. Porque perder, perdimos
todos alguna vez. Pero no es lo mismo ir perdiendo, que estar comiéndote
una goleada. Recordando así velozmente, puedo decir que a los catorce me comí
una goleada histórica: los quilombos en casa y las carencias de cariño que me
dejó la muerte de mi vieja, unos amigos que –cómo buenos tipos de catorce años-
estaban boludeando, necesidades económicas y falta de referencias. La mayoría
de las cosas se fueron acomodando, pero, por decir algo, en casa me seguí comiendo
siete un rato largo.
En
el deporte –y quizás un poco en la vida- soy un tipo muy competitivo.
Autoexigente. Autocrítico. Sin ir más lejos, hace dos fines de semana me vengo
comiendo cincuenta puntos. Y no sólo eso, sino que también me bajaron de equipo.
A un tipo orgulloso cómo yo, todo esto le duele mucho ¿Porqué tanto? Porque el
rugby lo vivo con intensidad. Porque cuando juego y entreno lo vivo al mango,
dando lo mejor de mí. Y comerte una goleada cuando vas regalado, vaya y pase;
pero ¿Comerte una goleada cuando laburaste enserio?
Los
ejemplos propios están puestos sólo para enmarcar en vivencias tangibles, reales
y significativas –al menos para mí- aquello en lo que realmente quiero hacer
foco; sólo para dejar claro que atrás de las goleadas –mías o de cualquiera-,
hay una maraña de sentimientos difíciles.
Perder
es difícil, pero es maniobrable y reversible. Ahí radica, en mi opinión, la diferencia
entre perder y comerte ocho: en las contundencia del golpe, en la potencia de la ola, que no revuelca sino que arrasa, que no sacude... que arrastra.
Me
acuerdo una vez hace, digamos, dos años, que llovía mucho. Nunca habíamos visto
subir el agua en la calle de casa. No dejaba de subir. No estábamos preparados. No estábamos preparados para nada, en general, pero menos para que suba el agua. Y ahí estaba, subiendo. Más y más. Las goleadas son cómo las
inundaciones: te pasan por encima. El agua sube y sube y si entra, entra. No hay esfuerzo que la pare. El
agua se mete en tu casa, en lo más propio y valioso que uno tiene. Vence hasta
los últimos bastiones. Empieza a arruinar y sigue subiendo y va alcanzando cada
vez más cosas. Uno se desespera y, ya vencido, busca salvar todo lo que puede.
Pone libros, sillas, comida, incluso electrodomésticos arriba de
las mesas y las camas. Levanta colchones y levanta el canasto de las toallas, pero el agua alcanza mucho. Es incombatible. El margen de acción que queda es sentarse y esperar que pare de llover. Así también
son las goleadas: ampliamente superadoras.
Soy bastante matero. Hago –modestia aparte-
un buen mate amargo. Pero vieron que el mate a veces, azarosa y caprichosamente, sale
tapado. La goleada también tiene un poco de eso: de que el mate que te cebas a
vos mismo te salga bárbaro, pero el mate que le cebas a alguien con el que te
interesa que te salga rico, se te tape. Tiene algo de eso: de que te salga mal
lo que venís preparando y trabajando con esmero y dedicación. Contamos,
eso sí, con una ventaja. El partido de la vida (discúlpenme el lugar común) no se
termina hasta que se termina, y eso nos deja muchísimas posibilidades. Si hay
algo que le podemos agradecer a la vida misma es que -para quien quiere
aprovecharlas- tenemos muchísimas segundas oportunidades.
Dicen
que la única derrota definitiva es rendirse. Estoy de acuerdo, pero quiero
hacer un llamado de atención, porque creo que esta frase tiene trampita.
Tendemos a creer que rendirse es levantar la bandera blanca; que rendirse es un
acto de un momento de cansancio o dolor en el que se sucumbe y se abandona de
una sola vez. La trampa está en que la rendición rara vez es tan radical.
Inclusive creo, que esa –la instantánea y frontal- es la manera en la que se
rinden los guapos. Es mucho, mucho más común, rendirse blandamente. El
rendimiento imperceptible, el que pasa desapercibido. El de las excusas. Cómo el
flaco que poco a poco fue aceptando su panza y se fue dejando estar hasta que
un día, después de rendirse mucho tiempo (cada día) ante una situación que no combatió, fue gordo. Nadie se hizo
gordo de un día para otro; implicó esta gordura que hoy es real un tiempo de no
pelea, de acostumbrarse, de tácita sumisión, de permitirse ser –consciente o no-
lentamente gordo. Dejarse la panza poco daño hace al lado de permitirse no cuidar los vínculos que uno quiere, es incomparable con lo ruinoso que puede ser abandonar día a día la encarnizada lucha por estar mejor, por ser mejor.
Vamos,
paulatina e imperceptiblemente, dejando morir los sueños y proyectos que nos
vuelan el bocho. Vamos creyendo que no son posibles. Vamos creyéndonos que los
que están para hacer esas cosas increíbles que resuenan y valen la pena ser contadas, son otros. Que
los que están para hacer grandes carreras son otros. Que los que están para
jugar en Primera son otros. Que los que están para arrancar un gran
emprendimiento son otros. Que los que están para cambiar vidas, son
otros. Vamos dejando que nos etiqueten y
nos marquen. Vamos definiendo lo que podemos o no hacer, según lo que el de al
lado cree o espera. Terminamos por entender que hay cosas que no son lejanas
sino imposibles ¿Lo más doloroso? Vamos dejando que no esperen de nosotros ¡Qué
tragedia que no se espere nada de vos! Vamos, muchas veces, rindiéndonos con
disimulo. Vamos a ser claros: una cosa es comerte una goleada que te está superando, y
otra cosa completamente distinta es dejarte, permitir que te arrebaten lo que es tuyo.
La
paciencia, y el componente heroico que conlleva la paciencia, consiste en amar
la hora oscura. Y amar la hora oscura es, nada más y nada menos, que enfrentar la
goleada; poner, poner y seguir poniendo. Sonará contradictorio –lo sé-, quizás lo sea, pero
amar la hora oscura es para mí, abrazar la goleada con fuerza. Es, cuando el
quilombo está ahí, firme y desbordante, no hacerse el boludo. Ser guapo y
pararse de manos. Si te hacés el boludo, no sólo estás siendo un cagón, sino
que ya perdiste. Ya te acostumbraste, ya dormiste la siesta, te rendiste, te
aceptaste superado.
A veces, cuando
la goleada es por quince, no rendirse es tan sólo ser lo suficientemente guapo
para estar. Ser lo suficientemente
valiente para poner la jeta. En algunos momentos –especialmente cuando algo es
irreversible (la muerte, la pérdida) o incombatible-, luchar puede ser ser lo
suficientemente valiente cómo para quedarse. Plantarte de guapo y estar y seguir estando. La hora oscura
tiene muchísimo de poner la jeta y ser el que canta [siempre estuvimo en las malas y las buenas ya van a venir].
Para
mí el deporte fue y es una escuela y un eficientísimo y contundente educador.
Nos enseña, entre otras muchas cosas, a bancárnosla: a seguir buscando la fuerza
que sale de adentro cuando parecía que no quedaba más, a superar los mambos y
quilombos que se resuelven con actitud y no con pericia o maña. Vamos
aprendiendo a empujar los límites que creemos tener. Aprendiendo, no sin mucho
pesar, a intentar una vez más; a mirar el espejo y seguir creyendo y seguir
laburando aún contra todo pronóstico.
Siempre
termino colando alguna cita bíblica –me disculpo con el que no es del palo-. En
este caso es Mateo 6, versículos 3 y 4 y dice más o menos así: “Cuándo des
limosna, que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha para que así tu
limosna quede en secreto; y tu padre que ve en lo secreto, te recompensará.” Salgamos
del concepto de limosna cómo dádiva o monedas de la colecta o el semáforo y demos lugar al concepto profundo de limosna: entrega sacrificada. La entrega
que cuesta, que demanda esfuerzo. La monedita que sobra no es limosna. Limosna
limosna es cuando te agarrás la frente con las dos manos y antes de amar desinteresadamente pensás, ¿qué carajo estoy haciendo? ¿me alcanza la nafta para hacer esto?... Por fuera de la prometida recompensa del Padre, que puede llegar o no y que queda en tal caso en la exclusiva fe de cada uno, me quiero quedar con esto de limosnar en silencio.
Amar
la hora sombría, abrazar el quilombo, pararse de manos, tener la dignidad de poner la jeta y el cuerpo cuando te estás
comiendo la goleada: todo esto, tiene mucho de amar en lo secreto. De
entregarse en lo secreto, en lo hondo de un corazón muchas veces sangrante, lastimado. Abrazar el quilombo- y abrazar el dolor y la
impotencia y la frustración que genera el quilombo- es amar en silencio. Es
muchas veces, también, llorar en el silencio. Implica muchas veces, cómo hacen
los perros fieles y nobles, tener que retirarse a la soledad a lamer las
heridas.
Amar
la hora sombría es muchas veces que ni la mano izquierda ni el resto del mundo
se enteren de lo que hace la derecha, porque en toda lucha hay muy poco
reconocimiento para el que se está perdiendo por afano. Y desafiando toda lógica, el éxito vincular -el que ensancha el corazón sin hacerte millonario, el que te hace sonreír cuando te apoyas en la almohada- está cimentado pura y exclusivamente en goleadas. Hemingway
escribe ‘El Viejo y el Mar’ en 1952: un viejo –pasado en edad pero bastante
mañoso- se aventura al mar abierto dispuesto a romper su racha de ochenta y
cuatro días sin pescar ni un bicho. Sale con su barquito, viejo pero también aguantador.
En el mar abierto se trenza en una batalla con el bicho más grande que haya
pescado jamás. No se permite a sí mismo rendirse, y empuja sus límites físicos
y psicológicos hasta el final. Hasta la victoria. Ata el bicho que iba a ser
la admiración y el respeto de todos y su salvación económica, al costado del
barquito y, después de tres días de ida, emprende la vuelta. En eso, es
atacado en distintas ocasiones por camadas de tiburones con los que combate.
Primero los combate con un cuchillo y al ir perdiendo armas en la lucha termina
combatiéndolos con sus propias manos. Mientras vuelve y se enfrenta a la
frustración de que los tiburones se comieran progresivamente su presa, se ve
envuelto en un mar de ojalás y deberías. Ojalá
hubiera traído otra cosa, debería haber hecho de esta manera, etc. Arrepentimientos
y culpas. Después
de la segunda guerra, Hemingway había sido duramente criticado por una novela que
nunca prendió, y se lo tildaba como acabado. Durante el ’51 y principios del ’52,
mueren su madre y su ex mujer, y su única figura paterna contrae cáncer. 'El Viejo y el Mar', 1° de septiembre de 1952.
El bicho es, finalmente, enteramente comido
por los tiburones. A pesar de la lucha completa y meritoria y silenciosa y
solitaria, se lo morfan. Completo. La no-épica, el puro dolor, la plena derrota. El viejo, después de tanta lucha, llega a su
hogar sólo, mojado y frío, tras seis días. Sin comida, sin pesca, sin soluciones: sólo un esqueleto gigantesco y pelado de
pez. Y así y todo, hay en este
viejo de mala muerte por el que nadie da un mango, que está desbordadamentemente triste, excesivamente dolido, una íntima convicción de que
el esfuerzo con locura y la terquedad de nunca rendirse, constituyen en sí
mismos una gran victoria. El viejo, pobre y aparentemente ignorante, que ya está a la vuelta, descubre con absoluta certeza, con un corazón dañado y calmado, que un hombre que se para de
manos, hace frente a su hora más sombría y la abraza con integridad, luchando
hasta el límite de sus fuerzas, no fue derrotado. Ahí
radica la profunda dignidad, el inapelable heroísmo del Viejo: “El hombre no está hecho para la derrota; un hombre puede ser destruido,
pero no derrotado”, dice Hemingway.
Victor Frankl sostiene en ‘Men’s search for meaning’: Incluso en los campos de
concentración -donde la libertad llegó al mínimo registro-, las personas tenían
la posibilidad de mantener su libertad interior. La libertad que elige la vida;
la libertad que elige elegir lo que toca vivir y abrazarlo y lucharla hasta el
final sin ser derrotado. Aún en la destrucción física y mental.
Cuando hay corazón y sangre, el fracaso está cargado de amargura. Cuando nos estemos
comiendo la goleada, el arte y la virtud estarán quizás –paradójico como la vida misma- en el heroísmo de no esquivarle el bulto a la derrota. Cuando estemos
fracasando de lleno y seamos desbordados, quizás el más grande mérito que
tengamos sea el de seguir estando y conservando la dignidad que implica amar el tiempo de los intentos, aunque
los intentos queden tan sólo en intentos.
Y
como comentario al margen agrego una última cosa. Soy maestro auxiliar de
quinto grado del Marín y me gusta creer que contribuyo a que los pibitos se desarrollen cómo personas. Hoy con ciencias naturales fuimos a la huerta. Hay en
la huerta unas macetas muy grandes. Cada maceta tiene un árbol creciendo y una
placa por cada egresado del Marín que murió joven. Regándolas con tres chicos,
leí el nombre de varios compañeros míos de mi grado y de un par más grandes y
más chicos. Tipos que yo conocí: Álvaro Costa, Javier y Nacho Orúe, Mateo
Uriburu y algunos otros. Pibes que pasaron por mí mismo patio y mis mismas
aulas y mis mismos pasillos. Mientras regábamos estos árboles, para que pudieran seguir creciendo, se me llenaron los ojos de lágrimas. Tenemos
lo más importante: la vida y los días. No seamos cagones. Después todo tiempo de los intentos, llega el tiempo de las recompensas. El que abandona no tiene premio.
“Debes amar la arcilla que va en tus manos.
Debes amar su arena hasta la locura.
Y si no, no emprendas porque será en vano.
Sólo el amor alumbra lo que perdura.
Sólo el amor convierte el milagro en barro.
Debes amar el tiempo de los intentos.
Debes amar la hora que no brilla.
Y si no, no quieras tocar lo cierto.
Sólo el confiar engendra la maravilla.
Sólo el confiar consigue encender lo muerto.”