Si no te miro a los ojos, sospecha

Si no te miro a los ojos, sospecha

domingo, 1 de mayo de 2016

Más vale osobuco propio que banquete regalado

                Al que se despierta con el primer llamado del despertador y al que pospone la alarma también: feliz día. Feliz día del trabajador. Qué lindo día para celebrar.
            Y le digo feliz día a los dos, porque todos nosotros trabajadores, somos los dos: el que sale de la cama y el que se quiere quedar. No conozco laburo alguno, por ideal que sea, que venza esta premisa; no existe quién, por lo menos alguna vez, no tenga ganas de quedarse en la cama. Sea quién sea, siempre a todos nos dan ganas de descansar más, de hacerla fácil. Somos seres humanos falibles. La siempredad no es cosa humana, es real y está bien. No somos máquinas, y eso está bien. Por eso, feliz día a todos nosotros que cuando salimos de la cama no salimos por programación, sino por motivación y con empeño. Porque laburar es, indefectiblemente, esforzarse. Es no quedarse, es incomodarse, es sacarse las sábanas de encima y poner un pie en el piso y después el otro; vestirse e ir a ver que nos tiene preparado la vida para las próximas 24 horas. Es salir en busca. Activar y enfrentar lo que haya del otro lado de la puerta, entendiendo, quizás tácitamente, que paz rara vez es sinónimo de quietud o inercia; en el no hacer es poca la paz que se encuentra.
Me gusta pensar en hoy, 1° de mayo, como un día en el que está bueno darse un autoreconocimiento. Un día especial para darse autoabrazos, para automimarse: para levantarse temprano, comprar unas facturas, cebar un buen mate en una mañana otoñal y autofelicitarse por el resto de los días del año en las que nos ganamos a nosotros mismos y vamos por más. Trabajar es hacer, es levantarse, es buscar, es esforzarse, es muchas veces elegir desafíos y, por qué no, dificultades. Por eso, principalmente, feliz día a los que hacen. A los que, aunque a veces nos cueste, elegimos cada día cruzar el umbral y hacer.

Mi novia está terminando de ver una serie y, como siempre pasa, terminé viéndola con ella: Downton Abbey. Una serie que, gracias a un excelente laburo historiográfico, presenta la vida de una familia de la máxima alcurnia aristocrática inglesa en los años ’20; las costumbres onerosas y el estilo de vida de la clase más alta, con sus formas y hábitos, enfrentándose a un mundo en acelerado cambio. Mujeres y hombres vestidos de gala las 24 horas del día, contando con criados, sirvientes y mayordomos, mezclando el té con cucharitas de plata recién pulidas y paseándose por los salones amplios del castillo.
Entre todos esos dejos que quedan después de terminar de ver alguna película o serie, me quedo con una pregunta: ¿Podría vivir así? O más bien una afirmación: no podría vivir así. Y aunque el que hago es un juicio completamente anacrónico, a 100 años del marco temporoespacial de la serie, sé que no podría, sin ninguna duda, tomar un té mirando por la ventana mientras dejo que me solucionen la vida: qué vestir, qué comer, con quién hablar, con quién casarme. Uno siempre tiene en la cabeza esa película, agiornada a nuestros días, en la que vive una vida resuelta. Si, ¿Quién no se comió esa peli donde te ganaste el Quini y, por poner un ejemplo, viajás por todo el mundo probando las diferentes comidas de cada lugar? Una vez me gané un viaje a Nueva York con absolutamente todo pago y, no te voy a mentir, fue increíble; ¿Quién no pensó alguna vez que ojalá de repente cayera un auto en la vereda de casa y no me tomo nunca más el tren? No te voy a dejar que me digas que nunca quisiste, por lo menos, que las cosas sean más fáciles. Yo, todo el tiempo. Una vez por día seguro que por algo me agarran ganas de putear.
Entonces, algunas veces, cuando tengo un raye de iluminación, pienso y repaso y me llamo a coherencia. Me recuerdo, me reveo, me miro a mí mismo íntegramente y me doy cuenta de que Lady Mary Crawley y sus hermanas tédependientes se están perdiendo algo importante. Algo que en mi historia personal significó las más grandes alegrías. De esas que te hacen hinchar el pecho, respirando hondo y largando el aire lento, que te dan electricidad en el cuerpo, euforia, que te hacen mirar al cielo, que emocionan hasta el calambre, que te sacan lágrimas de desborde, que te hacen sentir completo. Ese tipo de alegrías que sólo te da el haber logrado algo a lo que le se le pusiste alma, vida y corazón. La satisfacción del trabajo bien hecho. Los frutos del esfuerzo, que con nada se pagan y con nada se compran. Un esfuerzo total es una victoria completa, dice Ghandi. Por ejemplo, el viaje a Europa por el que casi tengo que vender un órgano. O la alegría del noveno cumpleaños de Mediapila. Ahora, por ejemplo, el proyecto de cambiar el techo de mi casa. Las que se me vienen a la cabeza ya, de las muchas alegrías completas e inolvidables. Los invito a que ustedes también le pongan nombre a esas alegrías bien logradas, en las que involucraron todo su cuerpo y su humanidad, y, quizás nombrándolas, escribiéndolas en un papel, abrazándolas fuerte, se encuentren con esta certeza -que muy seguido olvidamos- de que Lady Mary, al final, era una gila, y que más vale osobuco propio, que banquete regalado.
Por eso, feliz día a los que creemos que el trabajo nos hace dignos. Feliz día a los que terminan los días largos agotados y habiendo cumplido. Feliz día a los que creen que trabajando aportan su mismidad; los que cuando laburan buscan plasmar lo mejor de sí mismos. Feliz día a los que aprecian el valor del trabajo: capaz de cambiar positivamente el autoestima, el interior, la concepción de sí mismo y la realidad –no sólo económica- de una persona. Feliz día al pibe que todos tenemos adentro: ese pibe que cuando recibió su primer sueldo en mano, por más escaso que haya sido, miró los billetes como nunca antes.  

A Enrique, padre de tres hijos y abuelo de cuatro, que me acompañó por la banquina del Buen Ayre cuatro kilómetros, todavía de noche, mientras yo volvía de una fiesta y él iba a trabajar cómo hace seis veces a la semana, caminando para ahorrar el colectivo, muy feliz día. Al que emprende algo suyo, encontrando problemas y soluciones al paso, atando cosas con alambre, trabajando con esmero para que lo que tiene sea lo que sueña, feliz día. Al que hace con sus manos, feliz día. Al que trabaja pensando, feliz día. Al que saluda a todas las personas con las que trabaja cuando llega, también. Feliz día al que tiene sueños grandes. Al que cuenta las monedas a fin de mes. Al que le tiene que decir que no a los hijos cuando pasan por el quiosco. Especialmente al que llora uno de los llantos más amargos: el de no tener un mango, el de tener deudas y que no te alcance. Al jefe que es humano y cálido, que sabe sacar lo mejor de su grupo de trabajo. Al empleador que no ve sólo números y ve también personas. 
Por qué no, también al que se cuelga del tren y al que se ríe solo escuchando la radio o leyendo WhatsApp en el transporte público. Especialmente al que trabaja más por los que quiere que por sí. Al que espera el franco para buscar a sus hijos por el colegio o el fin de semana para llevarlos a la plaza, a la calesita o al cine. Muy especialmente al que trae siempre del laburo, sin importar qué, una sonrisa. Gracias y feliz día viejo: te quiero desde lo más hondo que hay en mí. Al que labura por los que no tuvieron la chance y quiere cambiar las cosas de nuestro país que no están bien. Al que no tuvo la chance y sigue buscándola y se sigue animando a apostar por lo que, muchas veces, parece improbable. Al que lo negrearon, Al que no recibe aguinaldo ni cobertura médica. Al que labura de lo que hay, porque, señores y señoras, vergüenza solamente es robar. Un abrazo desde el corazón y una mención especial al que quiere un laburo digno y no lo consigue. Feliz día al que hace patria; al que sigue creyendo en nuestro país, al que cree que no está todo mal. Al honesto, al que no ventajea, al que pone su parte, al que no firma algo que sus valores no avalan.  Al transparente y llano, al que no hace tramoyas. Feliz día al que en el medio de un día tan común y tan corriente como cualquiera pregunta ¿Cómo estás? y busca en la cara del otro una respuesta verdadera. 
Una excelente persona con la que trabajé me dijo que él en su experiencia había comprobado algo: para que alguien no quiera trabajar más en un lugar hay que hacer una sola cosa, descuidarlo. Por eso, feliz día a todos los que quieren aprender; pero todavía más a todos los que, con más camino, nos enseñan y nos tutorizan. A los que cuidan al otro. A los que ven el potencial en uno y creen más en nosotros que nosotros mismos. Feliz día a los que no se rinden blandamente. A los que no van a laburar porque sí; al que pone pasión y agonía, elegancia y torpeza. Al que se involucra. Al que hace, y acierta y erra. A la madre soltera que tiene que laburar para que sus hijos tengan lo que necesitan y sufre no poder estar con ellos siempre para cuidarlos desde cerca. A María Coronel, por ejemplo, que es todo lo que se puede decir de una gran mujer y todo lo que no se puede decir porque su valentía agota las palabras. A las costureras que cuatro de cinco mediodías cocinaban un tremendo guiso de alitas de pollo que compartíamos todos juntos.
Feliz día especialmente a las personas que, estén donde estén, toque la que les toque, quieren sumar; al que se puso un bar en la playa porque pensó que iba por ahí, y al que no y trabaja desde donde cree que es su lugar. Porque el trabajo, en el fondo, aunque nos olvidemos, no es otra cosa que una herramienta -a veces tediosa, a veces agotadora, a veces dura- para tratar de ser lo que queremos ser, para tratar de encontrar paz entre el quilombo que siempre está; para hacer y que ese hacer tan humano –de a momentos errado, de a momentos exitoso y siempre lleno de sangre- nos vaya gradualmente llenando el alma de esos momentos alegres que no se olvidan ni se reemplazan.