Al que se despierta con
el primer llamado del despertador y al que pospone la alarma también: feliz
día. Feliz día del trabajador. Qué lindo día para celebrar.
Y le digo feliz día a los dos,
porque todos nosotros trabajadores, somos los dos: el que sale de la cama y el que
se quiere quedar. No conozco laburo alguno, por ideal que sea, que venza
esta premisa; no existe quién, por lo menos alguna vez, no tenga ganas de
quedarse en la cama. Sea quién sea, siempre a todos nos dan ganas de descansar
más, de hacerla fácil. Somos seres humanos falibles. La siempredad no es cosa humana,
es real y está bien. No somos máquinas, y eso está bien. Por eso, feliz día a
todos nosotros que cuando salimos de la cama no salimos por programación, sino
por motivación y con empeño. Porque laburar es, indefectiblemente, esforzarse.
Es no quedarse, es incomodarse, es sacarse las sábanas de encima y poner un pie
en el piso y después el otro; vestirse e ir a ver que nos tiene preparado la
vida para las próximas 24 horas. Es salir en busca. Activar y enfrentar lo que
haya del otro lado de la puerta, entendiendo, quizás tácitamente, que paz rara
vez es sinónimo de quietud o inercia; en el no hacer es poca la paz que se
encuentra.
Me
gusta pensar en hoy, 1° de mayo, como un día en el que está bueno darse un autoreconocimiento.
Un día especial para darse autoabrazos, para automimarse: para levantarse
temprano, comprar unas facturas, cebar un buen mate en una mañana otoñal y
autofelicitarse por el resto de los días del año en las que nos ganamos a
nosotros mismos y vamos por más. Trabajar es hacer, es levantarse, es buscar,
es esforzarse, es muchas veces elegir desafíos y, por qué no, dificultades. Por
eso, principalmente, feliz día a los que hacen. A los que, aunque a veces nos
cueste, elegimos cada día cruzar el umbral y hacer.
Mi
novia está terminando de ver una serie y, como siempre pasa, terminé viéndola con
ella: Downton Abbey. Una serie que, gracias a un excelente laburo
historiográfico, presenta la vida de una familia de la máxima alcurnia
aristocrática inglesa en los años ’20; las costumbres onerosas y el estilo de
vida de la clase más alta, con sus formas y hábitos, enfrentándose a un mundo
en acelerado cambio. Mujeres y hombres vestidos de gala las 24 horas del día,
contando con criados, sirvientes y mayordomos, mezclando el té con cucharitas
de plata recién pulidas y paseándose por los salones amplios del castillo.
Entre todos esos dejos que quedan después de terminar de ver alguna película o serie, me
quedo con una pregunta: ¿Podría vivir así? O más bien una afirmación: no podría
vivir así. Y aunque el que hago es un juicio completamente anacrónico, a 100
años del marco temporoespacial de la serie, sé que no podría, sin ninguna duda,
tomar un té mirando por la ventana mientras dejo que me solucionen la vida: qué
vestir, qué comer, con quién hablar, con quién casarme. Uno siempre tiene en la
cabeza esa película, agiornada a nuestros días, en la que vive una vida
resuelta. Si, ¿Quién no se comió esa peli donde te ganaste el Quini y, por poner un ejemplo, viajás por todo el mundo probando las diferentes comidas de cada lugar?
Una vez me gané un viaje a Nueva York con absolutamente todo pago y, no te voy
a mentir, fue increíble; ¿Quién no pensó alguna vez que ojalá de repente cayera
un auto en la vereda de casa y no me tomo nunca más el tren? No te voy a dejar
que me digas que nunca quisiste, por lo menos, que las cosas sean más fáciles.
Yo, todo el tiempo. Una vez por día seguro que por algo me agarran ganas de
putear.
Entonces,
algunas veces, cuando tengo un raye de iluminación, pienso y repaso y me llamo
a coherencia. Me recuerdo, me reveo, me miro a mí mismo íntegramente y me doy
cuenta de que Lady Mary Crawley y sus hermanas tédependientes se están perdiendo
algo importante. Algo que en mi historia personal significó las más grandes alegrías.
De esas que te hacen hinchar el pecho, respirando hondo y largando el aire lento, que te dan electricidad en el cuerpo, euforia, que te hacen mirar al cielo, que emocionan hasta el calambre, que te sacan lágrimas de desborde, que te hacen sentir completo. Ese tipo de alegrías
que sólo te da el haber logrado algo a lo que le se le pusiste alma, vida y
corazón. La satisfacción del trabajo bien hecho. Los frutos del esfuerzo, que
con nada se pagan y con nada se compran. Un esfuerzo total es una victoria
completa, dice Ghandi. Por ejemplo, el viaje a Europa por el que casi tengo que vender un órgano. O la alegría del noveno cumpleaños de Mediapila. Ahora, por
ejemplo, el proyecto de cambiar el techo de mi casa. Las que se me vienen a la
cabeza ya, de las muchas alegrías completas e inolvidables. Los invito a que
ustedes también le pongan nombre a esas alegrías bien logradas, en las que
involucraron todo su cuerpo y su humanidad, y, quizás nombrándolas, escribiéndolas en un papel, abrazándolas fuerte, se
encuentren con esta certeza -que muy seguido olvidamos- de que Lady Mary, al
final, era una gila, y que más vale osobuco propio, que banquete regalado.
Por
eso, feliz día a los que creemos que el trabajo nos hace dignos. Feliz día a
los que terminan los días largos agotados y habiendo cumplido. Feliz día a los
que creen que trabajando aportan su mismidad; los que cuando laburan buscan plasmar
lo mejor de sí mismos. Feliz día a los que aprecian el valor del trabajo: capaz
de cambiar positivamente el autoestima, el interior, la concepción de sí mismo
y la realidad –no sólo económica- de una persona. Feliz día al pibe que todos
tenemos adentro: ese pibe que cuando recibió su primer sueldo en mano, por más
escaso que haya sido, miró los billetes como nunca antes.
A
Enrique, padre de tres hijos y abuelo de cuatro, que me acompañó por la
banquina del Buen Ayre cuatro kilómetros, todavía de noche, mientras yo volvía
de una fiesta y él iba a trabajar cómo hace seis veces a la semana, caminando
para ahorrar el colectivo, muy feliz día. Al que emprende algo suyo,
encontrando problemas y soluciones al paso, atando cosas con alambre, trabajando con esmero para que lo
que tiene sea lo que sueña, feliz día. Al que hace con sus manos, feliz día. Al
que trabaja pensando, feliz día. Al que saluda a todas las personas con las que
trabaja cuando llega, también. Feliz día al que tiene sueños grandes.
Al que cuenta las monedas a fin de mes. Al que le tiene que decir que no a los
hijos cuando pasan por el quiosco. Especialmente al que llora uno de los llantos más
amargos: el de no tener un mango, el de tener deudas y que no te alcance. Al
jefe que es humano y cálido, que sabe sacar lo mejor de su grupo de trabajo. Al
empleador que no ve sólo números y ve también personas.
Por qué no, también al que se cuelga del tren y al que se ríe solo escuchando la radio o leyendo WhatsApp en el transporte público. Especialmente al que trabaja más por los que quiere que por sí. Al que espera el franco para buscar a sus hijos por el colegio o el fin de semana para llevarlos a la plaza, a la calesita o al cine. Muy especialmente al que trae siempre del laburo, sin importar qué, una sonrisa. Gracias y feliz día viejo: te quiero desde lo más hondo que hay en mí. Al que labura por los que no tuvieron la chance y quiere cambiar las cosas de nuestro país que no están bien. Al que no tuvo la chance y sigue buscándola y se sigue animando a apostar por lo que, muchas veces, parece improbable. Al que lo negrearon, Al que no recibe aguinaldo ni cobertura médica. Al que labura de lo que hay, porque, señores y señoras, vergüenza solamente es robar. Un abrazo desde el corazón y una mención especial al que quiere un laburo digno y no lo consigue. Feliz día al que hace patria; al que sigue creyendo en nuestro país, al que cree que no está todo mal. Al honesto, al que no ventajea, al que pone su parte, al que no firma algo que sus valores no avalan. Al transparente y llano, al que no hace tramoyas. Feliz día al que en el medio de un día tan común y tan corriente como cualquiera pregunta ¿Cómo estás? y busca en la cara del otro una respuesta verdadera.
Por qué no, también al que se cuelga del tren y al que se ríe solo escuchando la radio o leyendo WhatsApp en el transporte público. Especialmente al que trabaja más por los que quiere que por sí. Al que espera el franco para buscar a sus hijos por el colegio o el fin de semana para llevarlos a la plaza, a la calesita o al cine. Muy especialmente al que trae siempre del laburo, sin importar qué, una sonrisa. Gracias y feliz día viejo: te quiero desde lo más hondo que hay en mí. Al que labura por los que no tuvieron la chance y quiere cambiar las cosas de nuestro país que no están bien. Al que no tuvo la chance y sigue buscándola y se sigue animando a apostar por lo que, muchas veces, parece improbable. Al que lo negrearon, Al que no recibe aguinaldo ni cobertura médica. Al que labura de lo que hay, porque, señores y señoras, vergüenza solamente es robar. Un abrazo desde el corazón y una mención especial al que quiere un laburo digno y no lo consigue. Feliz día al que hace patria; al que sigue creyendo en nuestro país, al que cree que no está todo mal. Al honesto, al que no ventajea, al que pone su parte, al que no firma algo que sus valores no avalan. Al transparente y llano, al que no hace tramoyas. Feliz día al que en el medio de un día tan común y tan corriente como cualquiera pregunta ¿Cómo estás? y busca en la cara del otro una respuesta verdadera.
Una
excelente persona con la que trabajé me dijo que él en su experiencia había
comprobado algo: para que alguien no quiera trabajar más en un lugar hay que
hacer una sola cosa, descuidarlo. Por eso, feliz día a todos los que quieren
aprender; pero todavía más a todos los que, con más camino, nos enseñan y nos
tutorizan. A los que cuidan al otro. A los que ven el potencial en uno y creen
más en nosotros que nosotros mismos. Feliz día a los que no se rinden
blandamente. A los que no van a laburar porque sí; al que pone pasión y agonía,
elegancia y torpeza. Al que se involucra. Al que hace, y acierta y erra. A la
madre soltera que tiene que laburar para que sus hijos tengan lo que necesitan
y sufre no poder estar con ellos siempre para cuidarlos desde cerca. A María
Coronel, por ejemplo, que es todo lo que se puede decir de una gran mujer y
todo lo que no se puede decir porque su valentía agota las palabras. A las
costureras que cuatro de cinco mediodías cocinaban un tremendo guiso de alitas de
pollo que compartíamos todos juntos.
Feliz
día especialmente a las personas que, estén donde estén, toque la que les
toque, quieren sumar; al que se puso un bar en la playa porque pensó que iba
por ahí, y al que no y trabaja desde donde cree que es su lugar. Porque el
trabajo, en el fondo, aunque nos olvidemos, no es otra cosa que una herramienta
-a veces tediosa, a veces agotadora, a veces dura- para tratar de ser lo que
queremos ser, para tratar de encontrar paz entre el quilombo que siempre está;
para hacer y que ese hacer tan humano –de a momentos errado, de a momentos
exitoso y siempre lleno de sangre- nos vaya gradualmente llenando el alma de
esos momentos alegres que no se olvidan ni se reemplazan.