Si no te miro a los ojos, sospecha

Si no te miro a los ojos, sospecha

martes, 18 de agosto de 2015

Anestesiado


Volvió de un salto al mundo de los vivos cuando vio que el reloj del celular marcaba casi las siete. Se destapó de prepo, sin hacer caso al frío pelado del invierno. A esa hora salía camino a la avenida y todavía tenía puesto el pijama. Sin haberse sacado la remera, miró hacia la cama y se dejó seducir por la posibilidad de volver a meterse. Esta podía ser una de esas mañanas de ostento en las que se tomaría un remís para tener entre 35 y 40 minutos más. Había aprendido, con el pasar de la vida, que la puntualidad es respeto, y se había convertido, a partir de eso, en un tiempista. Volvió a mirar el reloj, y habían pasado unos dos minutos. Tenía que activar. Era veintidós, y la poca plata que le quedaba para este mes lo frenó en seco; no podía darse el lujo. Si salía antes de y cuarto, llegaría en hora. Dejó ir la idea del desayuno y de revivir bajo una ducha caliente escuchando Sui Generis. Si dio el tupé de repetir pantalón, camisa y sweter. Habían quedado colgados desde ayer, uno sobre el otro, en el respaldo de la sillita que acompaña la cama. Armó la mochila para enfrentar el eterno día miércoles: cartuchera, cuaderno, cuaderno, apuntes, botella de agua, cigarrillos, juego de llaves, frutas varias para paliar el hambre sin gastar y el veterano compilado amarillo de cuentos. Apagó todas las luces, le dejó comida y agua a su perra, y prendió fuerte la radio como para que parezca que en el departamento había alguien cuando él se iba. Celular y billetera en los bolsillos, un veloz lavado de dientes, gorro, bufanda, guantes y a la calle. Otro día en la selva pensó, subiendo la barranca. Caminó sus nueve cuadras con los hombros tensionados buscando algo de calor, y la mente en absoluto blanco. Pasos rápidos y acompasados, firmes e insobornables, indistintos, descuidados, negligentes. La mirada apática, perdida en algún limbo irremontable. Frenó el 203 y subió. Buen día. $3,25, por favor. Tuvo, por esa única mañana, la alegría de sentarse y de, gracias a esto primero, poder sacar de la mochila los relatos de Cortázar.
Una vez abierto, acercó las añejas hojas de esa primera edición y lo olfateó. Aún contra viento y marea, él seguía teniendo esas cosas; era, al menos en su interior, un poeta empedernido. Recién después de sumergirse en ese olor, pudo –por primera vez en el día- aflojar el semblante y respirar hondo. Y así, dejar entrar a las palabras, y al entusiasmo que las palabras le generaron, y al torrente de vida que trajeron consigo. Lo que disfrutaba leer no tenía parangón, y lo hacía con ahínco, por lo que más que un lector, era un comentarista. Se inundó de locura y de tensión siguiendo la fatídica historia de amor de Aníbal; Y la leyó gesticulando con la boca gritos mudos, para que nadie en el colectivo notara que él era uno de esos pocos cuerdos que aparecen todavía entre la gente y aún no fueron neutralizados:
“Nunca más supo de Doro y no le importó, también se había olvidado de Beto, que enseñaba historia en algún pueblo de provincia, los juegos se habían ido dando sin sorpresa y como a todo el mundo, Aníbal aceptaba sin aceptar algo que debía ser la vida aceptada por él, un diploma, una hepatitis grave, un viaje al Brasil, un proyecto importante en un estudio con dos o tres socios. Estaba despidiéndose de uno de ellos en la puerta antes de ir a tomar una cerveza después del trabajo cuando vio venir a Sara por la vereda de enfrente”.
Quería seguir leyendo a toda costa. Terminar al menos ese párrafo de Deshoras; seguir llenándose del patio de Banfield, de sol, de luz, de fuego, de calor, seguir empapándose en color, en aroma, en sabor, en texturas. Pero se interpuso cacheteadora, impositiva y cruel, como tantas otras veces, la realidad. O, en este caso, su parada de colectivo.
Llegó erguido y a pasos rápidos. Firmó y 45. Un año y medio sin llegar tarde, ya me estaba preocupando le dijo la secretaria con su expresión pérfida. Sacó pecho: tenía el record de la oficina y no lo quería perder. Pablo, quizás como todos nosotros, ataba su autoestima a algo para que este mundo de vencedores y vencidos no se la destruyera impúdicamente. Se sentó en el box y dio una vuelta en su silla antes de sacar de la mochila la notebook. Estuvo hasta el mediodía para dejar en orden las planillas de Excel y las mails. Él era metódico: en el Gmail del laburo tenía el fondo de las montañas y en la bandeja de entrada una etiqueta de clasificación para cada posible mail entrante. Sus planillas estaban siempre prolijas y bien nomencladas. No perdió un archivo desde que entró al laburo. Su primer jefe, allá por los quince años cuando era mozo y camarero, le había comentado –con mucha menos sutileza- que el orden es eficiencia. Por lo tanto, el debía ser organizado y lo era. Se hacía fuerte en eso: era cumplidor. A la tarde generalmente se dedicaba al teléfono. Algo así como: ¿Señor Pérez? Si, el abogado Saráchaga del Banco Credilogros. Por la deuda de la Argencard. Yo entiendo que esté pasando este momento difícil, pero piénselo: ¿Prefiere que hagamos cuotas de $1500 o que le embargue el recibo por $3000? Llegado el momento de saturación rodaba sobre su silla hasta el box de Joaquina, una compañera también veinteañera: un tanto personaje, abogada por obligación y mandato paterno, y cirquista por amor; morocha de ojos claros, tez blanca y la cantidad exacta de pecas entre sus ojos, sobre la nariz y en los pómulos. Ella hace tiempo que resistía y, como solía decir, se negaba a haber desperdiciado tiempo de su vida haciendo cobranza para un banco sin irse, por lo menos –si no era también con un monitor rompiendo una ventana-, con su indemnización bajo el brazo. A veces, para no ser denso con ella iba a buscar agua caliente, y batía sin fin su café. Echaba un sobre de azúcar y perdía sus ojos en los ochos que marcaba con la cuchara. Si era té, metía el saquito y dejaba que el color de la infusión se funda lentamente con la transparencia del agua, dejando halos de color y ganando firmeza.
En la vuelta le pidió al chofer boleto de $3 porque tenía miedo de que no le alcanzara el saldo de la SUBE. Le había dicho que no a Tincho. Que tenía que estudiar para los parciales. Que hablaban en la semana cuando haya terminado de rendir para tomar unos mates tranquilos. Estaba liquidado, esa era toda la realidad. Viajó colgado del caño, apenas con espacio para sentir. Así y todo, su cabeza no generaba nada. Estaba en estado comatoso. Sólo pudo pensar en un cigarrillo. En las ganas que tenía de fumar un cigarrillo. En cómo se consume un cigarrillo, en lo rápido que se pasa. En que, a veces, se termina antes de que uno se dé cuenta. En un cigarrillo prendido que, como la vida misma, puede ser olvidado en un cenicero porque uno se fue a hacer algo y al final terminó tardando más, y este se consumió hasta el final. Pensó en sus cenizas quemadas y caídas uniforme y aletargadamente. Tiradas ahí sin gracia ni recuerdo, sin pasado, sin gloria. Un cigarrillo, que una vez que recibe el primer fuego va a consumirse hasta el final independientemente de lo que uno haga; un cigarrillo que tiene un final, aunque uno lo aproveche o no lo aproveche. Las yeguas de las secretarias, el incompetente de su jefe y los clientes con moras tardías, menguaban toda su energía. Lo drenaban, lo enfriaban, le exprimían cada bombeo del corazón. Apagaban todo su fuego.
Llegó pasadas las siete y media y ya que no tenía que ver a nadie, poniéndose el pijama, renunció a cualquier potencial novedad hasta que –después de revisar más que lo suficiente Facebook- se metió exhausto en la cama a eso de las doce.
Para dormir eligió Cantata de Puentes Amarillos. Pero después de diez minutos, cuando terminó la canción, estaba más desvelado que antes. Algo estaba haciendo ruido adentro. El Flaco Spinetta le generaba algo intenso. Sus acordes, sus letras, la continuidad fluida de su locura. Un cuerdo suelto entre la gente. ¿Le pasaría algo a Tincho que quería que nos juntemos a morfar? Quizás lo había dejado en banda. Hizo frente a su insomnio con un vendaval de pensamientos y sensaciones. Se acordó de improvisto de su niñez. De ese hecho singular que insistía en aparecer en su cabeza: su mamá contándole cuentos en la cama; metiendo en su vida por primera vez a este mismo Cortázar que hoy aparecía en el colectivo. Ella leyéndole relatos de Cronopios y de Famas. Diciéndole que el mismo Julio había ido a la primaria en Banfield con el abuelo Ramón y que ya desde entonces escribía y lo hacía muy bien. Que Cortázar también había pasado por malas: que su familia, como la de ellos, también tuvo malos momentos económicos, que él también había sido abandonado por el padre. Qué así y todo, el escritor había logrado ser un Cronopio. Había logrado ser un distinto en este mundo de iguales. ¡Vos Pablo también podés ser un Cronopio!, recordó nítida la voz de su vieja. Ella creía en su capacidad y en su fuerza. Cuando su mamá vivía, creía que él, al igual que el escritor, estaba destinado a algo grande.
Siguió soñando despierto: Pensó en la mujer que lo volvía loco y en su pelo cayendo liso y planchado sobre los hombros. Tenía puesto un vestido holgado pero corto color azul con lentejuelas y sus sublimes y sólidas piernas cayendo sobre los tacos. Vino después la verdadera aventura que había tenido cuando fue a Rio de Janeiro para la final del mundial. Después sólo divago: Un cigarrillo solitario y merecido en una noche templada después de un día largo. El trino de unas cotorras. La sombra de la Magnolia de Luján en verano. Un viaje en la ruta al sur y un copiloto que sabe de encuentro y ceba un buen mate amargo. Una mañana solitaria de domingo con el sol saliendo y el fluir incesante e imperturbable –tan verdadero- del río; el naranja y el celeste fundiéndose en el cielo y las gaviotas volando en bandada en forma de V escapando del frío y luchándole a los vientos y ganándoles. O, porque no, el rocío del pasto del campo mojando las manos, un fogón, una guitarra, las estrellas. Desconexión y conexión. También dos amigos, una picada modesta, Messi tirando paredes y ocho birras heladas en la heladera. Luego unas brasas en el piso, una parrilla improvisada y el olor a carne asada penetrando el sistema nervioso. Una chimenea prendida y un sillón mullido y un compilado amarillo de cuentos, y el sonido de la cuchilla cortando verduras que llega desde la cocina y la compañía fiel de la mujer  a la que, después de comer compartiendo un Cabernet, se podrá desvestir para sentir su piel y acariciarla suavemente en la espalda y en el frente y en todos lados hasta caer ambos íntimos, desnudos y satisfechos. Todos esos momentos sublimes: la única riqueza que le queda. Lugares de su corazón que justifican toda su angustia, toda la injusticia, todo el dolor, todo el trabajo, todos los intentos que quedaron en intentos, todas las horas oscuras.
Lo alegró saber que, a pesar del estado comatoso, seguía siendo él. Su esencia seguía estando ahí, relegada pero firme. Y en el cobijo de su cama, volvió a aflojar el semblante y durmió.
Salió de sus sueños con envión. El espejo ya empañado traía buenos presagios y con ese panorama se metió a la ducha:
“Viento del sur, oh lluvia de abril, quiero saber dónde debo ir. No quiero estar sin poder crecer, aprendiendo las lecciones para ser. Y tuve muchos maestros de que aprender, solo conocían su ciencia y el deber. Nadie se animó a decir una verdad, siempre el miedo fue tonto.”
Me sumergí cantando Aprendizaje, en ese chorro de agua cálida, que me despabiló del cansancio y de toda la anestesia. Volví a estar adentro de mi propia piel. Volver a sentirse completo después de despertarse es una sensación única. Colma el espíritu. Me miré al  espejo y me pareció que hoy estaba lindo, y que este día de sol podía ser un gran día. Mocasines marrones, pantalón azul pinzado, cinturón marrón canchero y camisa rosa recién planchada. Preparé la mochila, cargué la matera, le puse comida y agua a la perra, apagué las luces, prendí la radio, y salí. Caminé hasta la avenida respirando hondo, dejando que el aire me renueve. Tarareé hasta la avenida pensando en Joaquina, ¿Le habrá ido bien con el barcito en la playa? ¿Habrá conseguido casa? ¿Transporte? Y mucho más importante, ¿Se sentará bajo las palmeras de la playa a ver el atardecer con un porroncito como decía en la oficina?
            Frené el 57. Buen día, ¿Cómo le va? Digo al chofer fuera de todo apuro. $5,75, si es tan amable. Tiene rulos largos y definidos y muchos pelos en el pecho. Parece la Mona Giménez. Me paro antes de los asientos del fondo, cerca del timbre. Ahí es más probable sentarse porque son cinco asientos los que se pueden desocupar. Siento pasar por entre mis brazos y entrar por mi camisa el aire que entra por las ventanillas del bondi. Llego a la escuela caminando suave. Saludo a los chicos y escribo el día de la fecha en el tope izquierdo del pizarrón. Título: El sistema reproductor. Explico, entre chistes obvios y caras raras, un ápice de nuestra genitalidad y con una pasión que sale desde lo más profundo de mi, sentencio sobre el recreo: ¡Entendamos el milagro de que cada uno de nosotros exista!¡Fuimos sólo dos células encontradas!¡Fuimos menos que nada!¡Fuimos tan sólo un sueño!¡Tan sólo una pequeña posibilidad!¡Nuestro cuerpo es la única máquina que puede generar y criar y desarrollar otra vida desde la nada!¡Otra vida con sentimientos, vivencias, alegrías, logros, felicidad! Por primera vez desde que empecé como docente de séptimo grado, mis alumnos no están huyendo con el sonido del timbre.

            Cuando salen al patio, abro el Gmail, disfruto de una mandarina grande y dulce, y me encuentro con el mail que confirma nuestras reservas aéreas a Colombia. Mando al grupo de Whatsup que tengo con el Pucho, Tincho y Mati: Siete y media en el club para los últimos detalles del viaje. Y voy sin dudar a su contacto: “Ya sacamos los pasajes. El 25 quiero arrancar la Navidad con cinco copas sobre la barra. Espero que brindes conmigo Joaqui”. También me encuentro con el mail del editor: “está todo listo, en noviembre sale tu libro”. Aflojo el semblante, respiro hondo, y se me pianta un lagrimón. Quizás sí. Quizás si estoy destinado a algo grande. Por ahora viene siendo un gran día, y algo desde adentro me dice que si no me duermo, vienen días mejores.

viernes, 7 de agosto de 2015

¿Adónde?

El andén vacío y oscuro. Apenas dos lámparas de bajo consumo iluminando el lugar donde está el único banco. Una de las dos titila. Está sentado. No sabe si el tren va a llegar. A veces llega tarde y a veces no viene. Mayor es el riesgo siendo el último. Puede que no venga. La selección juega a las diez. Pasó a comprar un vino por las dudas, pero no sabe si lo va a compartir con alguien o si lo va a terminar tomando solo. Al banco le faltan las maderas del respaldo, y está grafiteado con marcadores indelebles. Sus amigos no se juntan; cada uno o con la novia o con la familia o con otro grupo de amigos. Hoy fue un día raro, podría haber hecho más cosas. Salió del laburo y no hizo mucho más; se le pasaron las horas. La botella de vino está apoyada en el piso de piedritas, al lado de la mochila. Hace frío. Hay viento y truenos; se está por largar. Espera que no se largue antes de que llegue. En realidad, eso es mentira, ¿Si se moja qué problema hay? Es prácticamente lo mismo. Cuando llegue a su casa seguramente no haya nadie. Bueno, nadie más que su perra claro. Nadie lo espera más que ella. Esta noche va a llover mucho. Espera llegar a tiempo para ponerle las cacerolas a las goteras. Iba a comprar queso y salame, pero hacer una picada para uno es todavía más triste. Revisó Whatsup a ver si encontraba algún llanero solitario que quiera venirse, pero no encontró, ¿Quién iba a ir a su casa con esa lluvia un miércoles? En el andén no hay ruidos, ni ningún tipo de interacción. Sólo silencio, sólo escucha. Sólo soledad. Está volviendo a su casa y no tiene adonde volver. 

lunes, 16 de marzo de 2015

Amar el tiempo de los intentos

                Sólo sé escribir de algo, poniendo la base en mi experiencia. Hoy quiero hablar del quilombo. De los quilombos. De ¿Qué pasa cuando pasan los quilombos?¿Qué hacemos?

                Quiero hablar de la virtud de la paciencia y la lucha que implica el empujar y empujar el límite que esta parece tener. No puedo hablar desde otro lugar que no sea el mío propio. No sé hablar más que desde mí acotada e inexperta recolección de momentos y vivencias. Quiero hacerla fácil y corta, porque no es mi vivir y mi dolor y mi alegría lo que quiero que tome relevancia. Si, pasé malas y pasé buenas y sigo pasando malas y buenas, cómo vos y él.

                No puedo dejar de decir que si me he comido varias goleadas. Porque perder, perdimos todos alguna vez. Pero no es lo mismo ir perdiendo, que estar comiéndote una goleada. Recordando así velozmente, puedo decir que a los catorce me comí una goleada histórica: los quilombos en casa y las carencias de cariño que me dejó la muerte de mi vieja, unos amigos que –cómo buenos tipos de catorce años- estaban boludeando, necesidades económicas y falta de referencias. La mayoría de las cosas se fueron acomodando, pero, por decir algo, en casa me seguí comiendo siete un rato largo.

                En el deporte –y quizás un poco en la vida- soy un tipo muy competitivo. Autoexigente. Autocrítico. Sin ir más lejos, hace dos fines de semana me vengo comiendo cincuenta puntos. Y no sólo eso, sino que también me bajaron de equipo. A un tipo orgulloso cómo yo, todo esto le duele mucho ¿Porqué tanto? Porque el rugby lo vivo con intensidad. Porque cuando juego y entreno lo vivo al mango, dando lo mejor de mí. Y comerte una goleada cuando vas regalado, vaya y pase; pero ¿Comerte una goleada cuando laburaste enserio?

                Los ejemplos propios están puestos sólo para enmarcar en vivencias tangibles, reales y significativas –al menos para mí- aquello en lo que realmente quiero hacer foco; sólo para dejar claro que atrás de las goleadas –mías o de cualquiera-, hay una maraña de sentimientos difíciles.

                Perder es difícil, pero es maniobrable y reversible. Ahí radica, en mi opinión, la diferencia entre perder y comerte ocho: en las contundencia del golpe, en la potencia de la ola, que no revuelca sino que arrasa, que no sacude... que arrastra.

                Me acuerdo una vez hace, digamos, dos años, que llovía mucho. Nunca habíamos visto subir el agua en la calle de casa. No dejaba de subir. No estábamos preparados. No estábamos preparados para nada, en general, pero menos para que suba el agua. Y ahí estaba, subiendo. Más y más. Las goleadas son cómo las inundaciones: te pasan por encima. El agua sube y sube y si entra, entra. No hay esfuerzo que la pare. El agua se mete en tu casa, en lo más propio y valioso que uno tiene. Vence hasta los últimos bastiones. Empieza a arruinar y sigue subiendo y va alcanzando cada vez más cosas. Uno se desespera y, ya vencido, busca salvar todo lo que puede. Pone libros, sillas, comida, incluso electrodomésticos arriba de las mesas y las camas. Levanta colchones y levanta el canasto de las toallas, pero el agua alcanza mucho. Es incombatible. El margen de acción que queda es sentarse y esperar que pare de llover. Así también son las goleadas: ampliamente superadoras.

                Soy bastante matero. Hago –modestia aparte- un buen mate amargo. Pero vieron que el mate a veces, azarosa y caprichosamente, sale tapado. La goleada también tiene un poco de eso: de que el mate que te cebas a vos mismo te salga bárbaro, pero el mate que le cebas a alguien con el que te interesa que te salga rico, se te tape. Tiene algo de eso: de que te salga mal lo que venís preparando y trabajando con esmero y dedicación. Contamos, eso sí, con una ventaja. El partido de la vida (discúlpenme el lugar común) no se termina hasta que se termina, y eso nos deja muchísimas posibilidades. Si hay algo que le podemos agradecer a la vida misma es que -para quien quiere aprovecharlas- tenemos muchísimas segundas oportunidades.

                Dicen que la única derrota definitiva es rendirse. Estoy de acuerdo, pero quiero hacer un llamado de atención, porque creo que esta frase tiene trampita. Tendemos a creer que rendirse es levantar la bandera blanca; que rendirse es un acto de un momento de cansancio o dolor en el que se sucumbe y se abandona de una sola vez. La trampa está en que la rendición rara vez es tan radical. Inclusive creo, que esa –la instantánea y frontal- es la manera en la que se rinden los guapos. Es mucho, mucho más común, rendirse blandamente. El rendimiento imperceptible, el que pasa desapercibido. El de las excusas. Cómo el flaco que poco a poco fue aceptando su panza y se fue dejando estar hasta que un día, después de rendirse mucho tiempo (cada día) ante una situación  que no combatió, fue gordo. Nadie se hizo gordo de un día para otro; implicó esta gordura que hoy es real un tiempo de no pelea, de acostumbrarse, de tácita sumisión, de permitirse ser –consciente o no- lentamente gordo. Dejarse la panza poco daño hace al lado de permitirse no cuidar los vínculos que uno quiere, es incomparable con lo ruinoso que puede ser abandonar día a día la encarnizada lucha por estar mejor, por ser mejor.

                Vamos, paulatina e imperceptiblemente, dejando morir los sueños y proyectos que nos vuelan el bocho. Vamos creyendo que no son posibles. Vamos creyéndonos que los que están para hacer esas cosas increíbles que resuenan  y valen la pena ser contadas, son otros. Que los que están para hacer grandes carreras son otros. Que los que están para jugar en Primera son otros. Que los que están para arrancar un gran emprendimiento son otros. Que los que están para cambiar vidas, son otros.  Vamos dejando que nos etiqueten y nos marquen. Vamos definiendo lo que podemos o no hacer, según lo que el de al lado cree o espera. Terminamos por entender que hay cosas que no son lejanas sino imposibles ¿Lo más doloroso? Vamos dejando que no esperen de nosotros ¡Qué tragedia que no se espere nada de vos! Vamos, muchas veces, rindiéndonos con disimulo. Vamos a ser claros: una cosa es comerte una goleada que te está superando, y otra cosa completamente distinta es dejarte, permitir que te arrebaten lo que es tuyo.

                La paciencia, y el componente heroico que conlleva la paciencia, consiste en amar la hora oscura. Y amar la hora oscura es, nada más y nada menos, que enfrentar la goleada; poner, poner y seguir poniendo. Sonará contradictorio –lo sé-, quizás lo sea, pero amar la hora oscura es para mí, abrazar la goleada con fuerza. Es, cuando el quilombo está ahí, firme y desbordante, no hacerse el boludo. Ser guapo y pararse de manos. Si te hacés el boludo, no sólo estás siendo un cagón, sino que ya perdiste. Ya te acostumbraste, ya dormiste la siesta, te rendiste, te aceptaste superado. 

A veces, cuando la goleada es por quince, no rendirse es tan sólo ser lo suficientemente guapo para estar. Ser lo suficientemente valiente para poner la jeta. En algunos momentos –especialmente cuando algo es irreversible (la muerte, la pérdida) o incombatible-, luchar puede ser ser lo suficientemente valiente cómo para quedarse. Plantarte de guapo y estar y seguir estando. La hora oscura tiene muchísimo de poner la jeta y ser el que canta [siempre estuvimo en las malas y las buenas ya van a venir].

                Para mí el deporte fue y es una escuela y un eficientísimo y contundente educador. Nos enseña, entre otras muchas cosas, a bancárnosla: a seguir buscando la fuerza que sale de adentro cuando parecía que no quedaba más, a superar los mambos y quilombos que se resuelven con actitud y no con pericia o maña. Vamos aprendiendo a empujar los límites que creemos tener. Aprendiendo, no sin mucho pesar, a intentar una vez más; a mirar el espejo y seguir creyendo y seguir laburando aún contra todo pronóstico.

                Siempre termino colando alguna cita bíblica –me disculpo con el que no es del palo-. En este caso es Mateo 6, versículos 3 y 4 y dice más o menos así: “Cuándo des limosna, que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha para que así tu limosna quede en secreto; y tu padre que ve en lo secreto, te recompensará.” Salgamos del concepto de limosna cómo dádiva o monedas de la colecta o el semáforo y demos lugar al concepto profundo de limosna: entrega sacrificada. La entrega que cuesta, que demanda esfuerzo. La monedita que sobra no es limosna. Limosna limosna es cuando te agarrás la frente con las dos manos y antes de amar desinteresadamente pensás, ¿qué carajo estoy haciendo? ¿me alcanza la nafta para hacer esto?... Por fuera de la prometida recompensa del Padre, que puede llegar o no y que queda en tal caso en la exclusiva fe de cada uno, me quiero quedar con esto de limosnar en silencio.

                Amar la hora sombría, abrazar el quilombo, pararse de manos, tener la dignidad  de poner la jeta y el cuerpo cuando te estás comiendo la goleada: todo esto, tiene mucho de amar en lo secreto. De entregarse en lo secreto, en lo hondo de un corazón muchas veces sangrante, lastimado. Abrazar el quilombo- y abrazar el dolor y la impotencia y la frustración que genera el quilombo- es amar en silencio. Es muchas veces, también, llorar en el silencio. Implica muchas veces, cómo hacen los perros fieles y nobles, tener que retirarse a la soledad a lamer las heridas.

                Amar la hora sombría es muchas veces que ni la mano izquierda ni el resto del mundo se enteren de lo que hace la derecha, porque en toda lucha hay muy poco reconocimiento para el que se está perdiendo por afano. Y desafiando toda lógica, el éxito vincular -el que ensancha el corazón sin hacerte millonario, el que te hace sonreír cuando te apoyas en la almohada- está cimentado pura y exclusivamente en goleadas. Hemingway escribe ‘El Viejo y el Mar’ en 1952: un viejo –pasado en edad pero bastante mañoso- se aventura al mar abierto dispuesto a romper su racha de ochenta y cuatro días sin pescar ni un bicho. Sale con su barquito, viejo pero también aguantador. En el mar abierto se trenza en una batalla con el bicho más grande que haya pescado jamás. No se permite a sí mismo rendirse, y empuja sus límites físicos y psicológicos hasta el final. Hasta la victoria. Ata el bicho que iba a ser la admiración y el respeto de todos y su salvación económica, al costado del barquito y, después de tres días de ida, emprende la vuelta. En eso, es atacado en distintas ocasiones por camadas de tiburones con los que combate. Primero los combate con un cuchillo y al ir perdiendo armas en la lucha termina combatiéndolos con sus propias manos. Mientras vuelve y se enfrenta a la frustración de que los tiburones se comieran progresivamente su presa, se ve envuelto en un mar de ojalás y deberías. Ojalá hubiera traído otra cosa, debería haber hecho de esta manera, etc. Arrepentimientos y culpas. Después de la segunda guerra, Hemingway había sido duramente criticado por una novela que nunca prendió, y se lo tildaba como acabado. Durante el ’51 y principios del ’52, mueren su madre y su ex mujer, y su única figura paterna contrae cáncer. 'El Viejo y el Mar', 1° de septiembre de 1952.

 El bicho es, finalmente, enteramente comido por los tiburones. A pesar de la lucha completa y meritoria y silenciosa y solitaria, se lo morfan. Completo. La no-épica, el puro dolor, la plena derrota. El viejo, después de tanta lucha, llega a su hogar sólo, mojado y frío, tras seis días. Sin comida, sin pesca, sin soluciones: sólo un esqueleto gigantesco y pelado de pez. Y así y todo, hay en este viejo de mala muerte por el que nadie da un mango, que está desbordadamentemente triste, excesivamente dolido, una íntima convicción de que el esfuerzo con locura y la terquedad de nunca rendirse, constituyen en sí mismos una gran victoria. El viejo, pobre y aparentemente ignorante, que ya está a la vuelta, descubre con absoluta certeza, con un corazón dañado y calmado, que un hombre que se para de manos, hace frente a su hora más sombría y la abraza con integridad, luchando hasta el límite de sus fuerzas, no fue derrotado. Ahí radica la profunda dignidad, el inapelable heroísmo del Viejo: “El hombre no está hecho para la derrota; un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”, dice Hemingway.

Victor Frankl sostiene en ‘Men’s search for meaning’: Incluso en los campos de concentración -donde la libertad llegó al mínimo registro-, las personas tenían la posibilidad de mantener su libertad interior. La libertad que elige la vida; la libertad que elige elegir lo que toca vivir y abrazarlo y lucharla hasta el final sin ser derrotado. Aún en la destrucción física y mental. 

Cuando hay corazón y sangre, el fracaso está cargado de amargura. Cuando nos estemos comiendo la goleada, el arte y la virtud estarán quizás –paradójico como la vida misma- en el heroísmo de no esquivarle el bulto a la derrota. Cuando estemos fracasando de lleno y seamos desbordados, quizás el más grande mérito que tengamos sea el de seguir estando y conservando la dignidad que implica amar el tiempo de los intentos, aunque los intentos queden tan sólo en intentos. 
               
                Y como comentario al margen agrego una última cosa. Soy maestro auxiliar de quinto grado del Marín y me gusta creer que contribuyo a que los pibitos se desarrollen cómo personas. Hoy con ciencias naturales fuimos a la huerta. Hay en la huerta unas macetas muy grandes. Cada maceta tiene un árbol creciendo y una placa por cada egresado del Marín que murió joven. Regándolas con tres chicos, leí el nombre de varios compañeros míos de mi grado y de un par más grandes y más chicos. Tipos que yo conocí: Álvaro Costa, Javier y Nacho Orúe, Mateo Uriburu y algunos otros. Pibes que pasaron por mí mismo patio y mis mismas aulas y mis mismos pasillos. Mientras regábamos estos árboles, para que pudieran seguir creciendo, se me llenaron los ojos de lágrimas. Tenemos lo más importante: la vida y los días. No seamos cagones. Después todo tiempo de los intentos, llega el tiempo de las recompensas. El que abandona no tiene premio.

“Debes amar la arcilla que va en tus manos.
Debes amar su arena hasta la locura.
Y si no, no emprendas porque será en vano.

Sólo el amor alumbra lo que perdura.
Sólo el amor convierte el milagro en barro.

Debes amar el tiempo de los intentos.
Debes amar la hora que no brilla.
Y si no, no quieras tocar lo cierto.

Sólo el confiar engendra la maravilla.
Sólo el confiar consigue encender lo muerto.”

lunes, 19 de enero de 2015

No hace falta pasar por el Francés

Cuándo tenía quince, dieciséis años escuché un cura que decía: "¿Gracias? Gracias dice cualquiera, pero agradecer.. agradecer se agradece con actos". Contó que una vuelta él tenía un pibe en la parroquia que quería sacar a pasear a una muchacha y le pidió prestado el Corsita. Le dijo gracias, si. Pero no sólo le dijo gracias; sino que le agradeció devolviéndole el Corsita lavado y con más nafta de la que tenía antes. 

Hoy escribo para agradecer; para hacer un merecido homenaje a los generosos. 

Entre todos ustedes, personas de este mundo, caminamos nosotros: los que necesitamos. Todos tenemos algo de necesitados en algún momento, pero yo me identifico cómo un necesitado bastante seguido. Necesitar se puede necesitar de todo: comida, un lugar para dormir, una mano con el laburo, entre muchas otras diferentes cosas. Pero entre todos los necesitados estamos los de una raza particular, los que somos los peores: los que necesitamos cariño. Los que necesitamos cercanía. Los que necesitamos aceptación, reconciliación. Los que andamos paseando de acá para allá con nuestros mambos, inquietudes, frustraciones e incertidumbres.

¡Qué alegría es estar cerca de un generoso de cariño!¡Qué fácil que es!¡Qué ganas de quedarse ahí para siempre! Esta generosidad no sólo se aprende de la familia, y de los padres y desde casa. Mucho menos tiene que ver con tener suficiente -de lo que sea-; no hace falta pasar por el Francés para ser de estos. Esta generosidad nace -vale observar y destacar- sólo y únicamente en las personas humildes. En esas personas no creen ni quieren estar siempre entre los mejores, ni ser los más cancheros, ni ser los más divertidos. Personas que no se comen ninguna peli de nada.

Esta generosidad surge sólo de los que no se creen más que nadie. 

Estos generosos son los que cuando llegas te saludan cómo si hubiese llegado alguien importantísimo. Son los que te tiran un colchón hasta en la cocina. Son los que preparan un asado y no quieren saber nada con que le devuelvan plata, sólo quieren verte pidiendo perdón por haber comido tanto. Son los que no esperan que te adecues a su estilo de vida sino que dejan que hagas lo que quieras. Los que abren el mejor vino porque si. Son los que prestan medias aunque no las vayas a devolver. Los que te sirven la primera y la última milanesa. Los que te dicen las cosas de frente y no hacen carita. Los que si te tienen que putear, te putean cómo a un hijo, porque te tratan cómo a un hijo. Los que si te tiene que putear, te putean cómo a un hermano, porque te tratan cómo a un hermano. Son -sobre todo- los que no quieren que devuelvas, sino que disfrutes. 

Yo debería tener a mano un ranking de mis familias favoritas. Hay sin duda algunas que van picando en punta. Aseguro que tiene mucho que ver con que he descubierto que, puertas adentro, la generosidad es un tanto contagiosa; las personas generosas de cariño se eligen así uno a otro y casualmente los hijos terminan saliendo de la misma manera ¡Qué placer es pasar tiempo entre estas personas!¡Qué placer es pasar tiempo tan bien rodeado¡ Y no les digo si encima es en vacaciones.. el verdadero descanso se da sólo en la comodidad, en el poder estar cómo uno quiere ¡Qué remanso es encontrar un lugar dónde uno no tiene que estar llenando las expectativas del otro!¡Qué tranquilidad que el otro sea un generoso del cariño y no esté esperando que hagas o dejes de hacer algo! 

Mucha guita para andar haciendo grandes regalos o devoluciones no tengo. No tengo mucho más agradecimientos para hacer que escribir en esta tarde de lluvia algunas lindas palabras. Quizás mi más grande agradecimiento a tantos generosos que me quieren y reciben y festejan mi presencia no sea este homenaje, sino tan sólo comerme el asado hasta no poder más y tomarme el vino bien despacio; Compartir alegrías y disfrutar cómo Dios manda.