Volvió de un salto al mundo de los vivos cuando
vio que el reloj del celular marcaba casi las siete. Se
destapó de prepo, sin hacer caso al frío pelado del invierno. A esa hora salía
camino a la avenida y todavía tenía puesto el pijama. Sin haberse sacado la
remera, miró hacia la cama y se dejó seducir por la posibilidad de volver a
meterse. Esta podía ser una de esas mañanas de ostento en las que se tomaría un
remís para tener entre 35 y 40 minutos más. Había aprendido, con el pasar de la
vida, que la puntualidad es respeto, y se había convertido, a partir de eso, en
un tiempista. Volvió a mirar el reloj, y habían pasado unos dos minutos. Tenía
que activar. Era veintidós, y la poca plata que le quedaba para este mes lo
frenó en seco; no podía darse el lujo. Si salía antes de y cuarto, llegaría en
hora. Dejó ir la idea del desayuno y de revivir bajo una ducha caliente
escuchando Sui Generis. Si dio el tupé de repetir pantalón, camisa y sweter.
Habían quedado colgados desde ayer, uno sobre el otro, en el respaldo de la
sillita que acompaña la cama. Armó la mochila para enfrentar el eterno día
miércoles: cartuchera, cuaderno, cuaderno, apuntes, botella de agua,
cigarrillos, juego de llaves, frutas varias para paliar el hambre sin gastar y
el veterano compilado amarillo de cuentos. Apagó todas las luces, le dejó
comida y agua a su perra, y prendió fuerte la radio como para que parezca que
en el departamento había alguien cuando él se iba. Celular y billetera en los
bolsillos, un veloz lavado de dientes, gorro, bufanda, guantes y a la calle.
Otro día en la selva pensó, subiendo la barranca. Caminó sus nueve cuadras con
los hombros tensionados buscando algo de calor, y la mente en absoluto blanco.
Pasos rápidos y acompasados, firmes e insobornables, indistintos, descuidados,
negligentes. La mirada apática, perdida en algún limbo irremontable. Frenó el
203 y subió. Buen día. $3,25, por favor. Tuvo, por esa única mañana, la alegría
de sentarse y de, gracias a esto primero, poder sacar de la mochila los relatos
de Cortázar.
Una vez abierto, acercó las añejas hojas de esa
primera edición y lo olfateó. Aún contra viento y
marea, él seguía teniendo esas cosas; era, al menos en su interior, un poeta
empedernido. Recién después de sumergirse en ese olor, pudo –por primera vez en
el día- aflojar el semblante y respirar hondo. Y así, dejar entrar a las
palabras, y al entusiasmo que las palabras le generaron, y al torrente de vida
que trajeron consigo. Lo que disfrutaba leer no tenía parangón, y lo hacía con
ahínco, por lo que más que un lector, era un comentarista. Se inundó de locura
y de tensión siguiendo la fatídica historia de amor de Aníbal; Y la leyó
gesticulando con la boca gritos mudos, para que nadie en el colectivo notara
que él era uno de esos pocos cuerdos que aparecen todavía entre la gente y aún
no fueron neutralizados:
“Nunca más supo de Doro y no le importó,
también se había olvidado de Beto, que enseñaba historia en algún pueblo de
provincia, los juegos se habían ido dando sin sorpresa y como a todo el mundo,
Aníbal aceptaba sin aceptar algo que debía ser la vida aceptada por él, un
diploma, una hepatitis grave, un viaje al Brasil, un proyecto importante en un
estudio con dos o tres socios. Estaba despidiéndose de
uno de ellos en la puerta antes de ir a tomar una cerveza después del trabajo
cuando vio venir a Sara por la vereda de enfrente”.
Quería seguir leyendo a toda costa. Terminar al menos ese párrafo de Deshoras; seguir llenándose del
patio de Banfield, de sol, de luz, de fuego, de calor, seguir empapándose en
color, en aroma, en sabor, en texturas. Pero se interpuso cacheteadora,
impositiva y cruel, como tantas otras veces, la realidad. O, en este caso, su
parada de colectivo.
Llegó erguido y a pasos rápidos. Firmó y 45. Un año y medio sin llegar tarde, ya me estaba
preocupando le dijo la secretaria con su expresión pérfida. Sacó pecho: tenía
el record de la oficina y no lo quería perder. Pablo, quizás como todos
nosotros, ataba su autoestima a algo para que este mundo de vencedores y
vencidos no se la destruyera impúdicamente. Se sentó en el box y dio una vuelta
en su silla antes de sacar de la mochila la notebook. Estuvo hasta el mediodía
para dejar en orden las planillas de Excel y las mails. Él era metódico: en el
Gmail del laburo tenía el fondo de las montañas y en la bandeja de entrada una
etiqueta de clasificación para cada posible mail entrante. Sus planillas
estaban siempre prolijas y bien nomencladas. No perdió un archivo desde que
entró al laburo. Su primer jefe, allá por los quince años cuando era mozo y camarero,
le había comentado –con mucha menos sutileza- que el orden es eficiencia. Por
lo tanto, el debía ser organizado y lo era. Se hacía fuerte en eso: era
cumplidor. A la tarde generalmente se dedicaba al teléfono. Algo así como:
¿Señor Pérez? Si, el abogado Saráchaga del Banco Credilogros. Por la deuda de
la Argencard. Yo entiendo que esté pasando este momento difícil, pero piénselo:
¿Prefiere que hagamos cuotas de $1500 o que le embargue el recibo por $3000?
Llegado el momento de saturación rodaba sobre su silla hasta el box de
Joaquina, una compañera también veinteañera: un tanto personaje, abogada por
obligación y mandato paterno, y cirquista por amor; morocha de ojos claros, tez
blanca y la cantidad exacta de pecas entre sus ojos, sobre la nariz y en los
pómulos. Ella hace tiempo que resistía y, como solía decir, se negaba a haber
desperdiciado tiempo de su vida haciendo cobranza para un banco sin irse, por
lo menos –si no era también con un monitor rompiendo una ventana-, con su
indemnización bajo el brazo. A veces, para no ser denso con ella iba a buscar
agua caliente, y batía sin fin su café. Echaba un sobre de azúcar y perdía sus
ojos en los ochos que marcaba con la cuchara. Si era té, metía el saquito y
dejaba que el color de la infusión se funda lentamente con la transparencia del
agua, dejando halos de color y ganando firmeza.
En la vuelta le pidió al chofer boleto de $3
porque tenía miedo de que no le alcanzara el saldo de la SUBE. Le había dicho que no a Tincho. Que tenía que estudiar para los
parciales. Que hablaban en la semana cuando haya terminado de rendir para tomar
unos mates tranquilos. Estaba liquidado, esa era toda la realidad. Viajó
colgado del caño, apenas con espacio para sentir. Así y todo, su cabeza no
generaba nada. Estaba en estado comatoso. Sólo pudo pensar en un cigarrillo. En
las ganas que tenía de fumar un cigarrillo. En cómo se consume un cigarrillo,
en lo rápido que se pasa. En que, a veces, se termina antes de que uno se dé
cuenta. En un cigarrillo prendido que, como la vida misma, puede ser olvidado
en un cenicero porque uno se fue a hacer algo y al final terminó tardando más,
y este se consumió hasta el final. Pensó en sus cenizas quemadas y caídas
uniforme y aletargadamente. Tiradas ahí sin gracia ni recuerdo, sin pasado, sin
gloria. Un cigarrillo, que una vez que recibe el primer fuego va a consumirse
hasta el final independientemente de lo que uno haga; un cigarrillo que tiene
un final, aunque uno lo aproveche o no lo aproveche. Las yeguas de las
secretarias, el incompetente de su jefe y los clientes con moras tardías,
menguaban toda su energía. Lo drenaban, lo enfriaban, le exprimían cada bombeo
del corazón. Apagaban todo su fuego.
Llegó pasadas las siete y media y ya que no
tenía que ver a nadie, poniéndose el pijama, renunció a cualquier potencial
novedad hasta que –después de revisar más que lo suficiente Facebook- se metió
exhausto en la cama a eso de las doce.
Para dormir eligió Cantata de Puentes Amarillos.
Pero después de diez minutos, cuando terminó la
canción, estaba más desvelado que antes. Algo estaba haciendo ruido adentro. El
Flaco Spinetta le generaba algo intenso. Sus acordes, sus letras, la
continuidad fluida de su locura. Un cuerdo suelto entre la gente. ¿Le pasaría
algo a Tincho que quería que nos juntemos a morfar? Quizás lo había dejado en
banda. Hizo frente a su insomnio con un vendaval de pensamientos y sensaciones.
Se acordó de improvisto de su niñez. De ese hecho singular que insistía en
aparecer en su cabeza: su mamá contándole cuentos en la cama; metiendo en su
vida por primera vez a este mismo Cortázar que hoy aparecía en el colectivo.
Ella leyéndole relatos de Cronopios y de Famas. Diciéndole que el mismo Julio
había ido a la primaria en Banfield con el abuelo Ramón y que ya desde entonces
escribía y lo hacía muy bien. Que Cortázar también había pasado por malas: que
su familia, como la de ellos, también tuvo malos momentos económicos, que él
también había sido abandonado por el padre. Qué así y todo, el escritor había
logrado ser un Cronopio. Había logrado ser un distinto en este mundo de
iguales. ¡Vos Pablo también podés ser un Cronopio!, recordó nítida la voz de su
vieja. Ella creía en su capacidad y en su fuerza. Cuando su mamá vivía, creía
que él, al igual que el escritor, estaba destinado a algo grande.
Siguió soñando despierto: Pensó en la mujer que
lo volvía loco y en su pelo cayendo liso y planchado sobre los hombros. Tenía puesto un vestido holgado pero corto color azul con
lentejuelas y sus sublimes y sólidas piernas cayendo sobre los tacos. Vino
después la verdadera aventura que había tenido cuando fue a Rio de Janeiro para
la final del mundial. Después sólo divago: Un cigarrillo solitario y merecido
en una noche templada después de un día largo. El trino de unas cotorras. La
sombra de la Magnolia de Luján en verano. Un viaje en la ruta al sur y un
copiloto que sabe de encuentro y ceba un buen mate amargo. Una mañana solitaria
de domingo con el sol saliendo y el fluir incesante e imperturbable –tan
verdadero- del río; el naranja y el celeste fundiéndose en el cielo y las
gaviotas volando en bandada en forma de V escapando del frío y luchándole a los
vientos y ganándoles. O, porque no, el rocío del pasto del campo mojando las
manos, un fogón, una guitarra, las estrellas. Desconexión y conexión. También
dos amigos, una picada modesta, Messi tirando paredes y ocho birras heladas en
la heladera. Luego unas brasas en el piso, una parrilla improvisada y el olor a
carne asada penetrando el sistema nervioso. Una chimenea prendida y un sillón
mullido y un compilado amarillo de cuentos, y el sonido de la cuchilla cortando
verduras que llega desde la cocina y la compañía fiel de la mujer a la
que, después de comer compartiendo un Cabernet, se podrá desvestir para sentir
su piel y acariciarla suavemente en la espalda y en el frente y en todos lados
hasta caer ambos íntimos, desnudos y satisfechos. Todos esos momentos sublimes:
la única riqueza que le queda. Lugares de su corazón que justifican toda su
angustia, toda la injusticia, todo el dolor, todo el trabajo, todos los
intentos que quedaron en intentos, todas las horas oscuras.
Lo alegró saber que, a pesar del estado
comatoso, seguía siendo él. Su esencia seguía estando
ahí, relegada pero firme. Y en el cobijo de su cama, volvió a aflojar el
semblante y durmió.
Salió de sus
sueños con envión. El espejo ya empañado traía buenos presagios y con ese
panorama se metió a la ducha:
“Viento del sur, oh lluvia de abril, quiero saber dónde debo ir. No
quiero estar sin poder crecer, aprendiendo las lecciones para ser. Y tuve muchos maestros de que aprender, solo conocían su
ciencia y el deber. Nadie se animó a decir una verdad, siempre el miedo
fue tonto.”
Me sumergí cantando Aprendizaje, en ese chorro
de agua cálida, que me despabiló del cansancio y de toda la anestesia. Volví a estar adentro de mi propia piel. Volver a sentirse completo
después de despertarse es una sensación única. Colma el espíritu. Me miré al
espejo y me pareció que hoy estaba lindo, y que este día de sol podía ser
un gran día. Mocasines marrones, pantalón azul pinzado, cinturón marrón
canchero y camisa rosa recién planchada. Preparé la mochila, cargué la matera,
le puse comida y agua a la perra, apagué las luces, prendí la radio, y salí.
Caminé hasta la avenida respirando hondo, dejando que el aire me renueve.
Tarareé hasta la avenida pensando en Joaquina, ¿Le habrá ido bien con el
barcito en la playa? ¿Habrá conseguido casa? ¿Transporte? Y mucho más
importante, ¿Se sentará bajo las palmeras de la playa a ver el atardecer con un
porroncito como decía en la oficina?
Frené el 57. Buen día, ¿Cómo le va?
Digo al chofer fuera de todo apuro. $5,75, si es tan amable. Tiene rulos largos
y definidos y muchos pelos en el pecho. Parece la Mona Giménez. Me paro antes
de los asientos del fondo, cerca del timbre. Ahí es más probable sentarse
porque son cinco asientos los que se pueden desocupar. Siento pasar por entre
mis brazos y entrar por mi camisa el aire que entra por las ventanillas del
bondi. Llego a la escuela caminando suave. Saludo a los chicos y escribo el día
de la fecha en el tope izquierdo del pizarrón. Título: El sistema reproductor.
Explico, entre chistes obvios y caras raras, un ápice de nuestra genitalidad y
con una pasión que sale desde lo más profundo de mi, sentencio sobre el recreo:
¡Entendamos el milagro de que cada uno de nosotros exista!¡Fuimos sólo dos
células encontradas!¡Fuimos menos que nada!¡Fuimos tan sólo un sueño!¡Tan sólo
una pequeña posibilidad!¡Nuestro cuerpo es la única máquina que puede generar y
criar y desarrollar otra vida desde la nada!¡Otra vida con sentimientos,
vivencias, alegrías, logros, felicidad! Por primera vez desde que empecé como
docente de séptimo grado, mis alumnos no están huyendo con el sonido del
timbre.
Cuando salen al patio, abro el
Gmail, disfruto de una mandarina grande y dulce, y me encuentro con el mail que
confirma nuestras reservas aéreas a Colombia. Mando al grupo de Whatsup que
tengo con el Pucho, Tincho y Mati: Siete y media en el club para los últimos
detalles del viaje. Y voy sin dudar a su contacto: “Ya sacamos los pasajes. El
25 quiero arrancar la Navidad con cinco copas sobre la barra. Espero que
brindes conmigo Joaqui”. También me encuentro con el mail del editor: “está
todo listo, en noviembre sale tu libro”. Aflojo el semblante, respiro hondo, y
se me pianta un lagrimón. Quizás sí. Quizás si estoy destinado a algo grande.
Por ahora viene siendo un gran día, y algo desde adentro me dice que si no me
duermo, vienen días mejores.