Hace
unos meses escribí el final de un capítulo de una novela que párrafo a párrafo,
palabra a palabra, infructuosamente o no –aún no lo sé-, estoy escribiendo hace
varios meses con notoria inconstancia:
Las tablas de madera no eran tan cómodas cómo se las acordaba
de su niñez, cuando se revolcaba en el piso. Giró sobre su hombro derecho y
buscó -largando un bostezo largo de esos que expulsan el aire viciado que se
acumula en los pulmones después de un día amargo- algo en donde apoyar la
cabeza sin éxito. El departamento estaba completamente vacío. Irreconocible.
Pelado. Sólo entonces, sin dejar de ser el chiquito que creció a los sopapos, el
adolescente que -como todos- no está preparado para salir a la calle, se dio
cuenta –esa noche de sus 16 años por primera vez en la vida- de lo frágiles que
son las cosas que creemos permanentes: cómo lo es una partida de ajedrez que no
se termina por una jugada sino por una patada en el tablero y que deja a uno
juntando las piezas y empezando de nuevo; cómo lo es todo lo que uno tiene o
cree tener, que puede ser, inesperada y catastróficamente, barrido por un tsunami:
una tragedia inevitable, a veces imprevista, que no lastima sólo por el
impacto, sino todavía más por el arrastre.
La experiencia
de la vida -¿Quién?¿El piloto?¿La aerolínea?¿El cáncer?¿El ladrón?¿El
terremoto?¿La aneurisma?- arrancando, desgarrando, una parte de corazón es inaprehensible,
incognoscible, sobrenaturalmente dolorosa e inexplicable. Sin dudas, para bien
o mal y pese a quién le pese, inolvidable. El corazón con más o menos tiempo
cicatriza, marcado para siempre. Me senté a tomar un mate debajo de un sol de
primavera mañanero y amable y me acordé de ese párrafo de Adiós Hemingway de Leonardo Padura. Vino instantáneamente a la
cabeza. Ese párrafo inicial que, un poco por contundente y sobre todo por
irrefutable, me hizo picar los intestinos cuando lo leí por primera vez. Y por
segunda, por tercera y todavía hoy, cuando me doy cuenta que me desvivo trabajando
y armando proyectos, creyéndome el cuento de la autosuficiencia y faltando a la
humildad de comprender que, haga lo que haga, hay cosas que me exceden y no
puedo controlar:
Primero escupió, luego expulsó los restos del humo
agazapado en sus pulmones y finalmente lanzó al agua, propulsándola con sus
dedos, la colilla mínima del cigarro. El escozor que sintió en la piel lo había
devuelto a la realidad y, de regreso al adolorido mundo de los vivos, pensó
cuánto le hubiera gustado saber la razón verdadera por la cual estaba allí,
frente al mar, dispuesto a emprender un imprevisible viaje al pasado. Entonces
empezó a convencerse de que muchas de las preguntas que se iba a hacer desde
ese instante no tendrían respuestas, pero lo tranquilizó recordar cómo algo
similar había ocurrido con muchas otras preguntas arrastradas a lo largo y
ancho de su existencia, hasta llegar a aceptar la maligna evidencia de que
debía resignarse a vivir con más interrogantes que certezas, con más pérdidas
que ganancias.
Hay,
en promedio (vía www.flightradar24.com),
11.000 aviones en el aire cada minuto de nuestras vidas. Más de una persona
murió en Twitter armando escándalos que debieron ser desmentidos en otros
medios para cortar la confusión. Así y todo, con la expresión turbada y algo de
incredulidad, era indudable para mí mientras calentaba el agua que nadie, ni
siquiera el tuitero más complejo, podía calibrar en su cabeza una escena como
la que se proyectaba en los 140 caracteres de cada uno de mis seguidos, uno debajo
del otro sin dejar espacio a otro tema. La realidad continuará por siempre
superando a la ficción. En noviembre despegaron y aterrizaron alrededor de
140.000 aviones por día. Uno menos esta madrugada cerca de Medellín; 139.999 aviones
aterrizados no pueden matizar el dolor que genera el alado que hoy se estrelló
contra el piso.
En
un breve repaso, podemos destacar que el Chapecoense AF es un equipo del oeste
de Santa Catarina, es decir, del mismo estado que Florianopolis, Garopaba y
demás lugares que los argentinos al menos hemos oído nombrar. El Furacao se fundó en 1973 y ascendió a
primera en 2014, después de 40 años de laburo. El que va a un club, el que
tiene un club tatuado adentro, sabe de lo que hablo. Los clubes son los lugares
más lindos del mundo. Un lugar de pertenencia por excelencia. Los clubes -incluso
los más grandes, los más millonarios y colosales, los de renombre, los emblemas
mundiales- están hechos de personas. De carnets, de saludos en el pasillo, de
amigos jugando al fútbol, de deporte, de chicos haciendo cagadas por ahí, de personas
que saben que hay detrás de cada puerta, de competencia, de utileros que te
prestan una toalla cuando te la olvidaste, de una confitería, de una camiseta,
de un equipo que se pone esa camiseta para representar a todos los que están
atrás. Este equipo de Chapecoense estuvo entre 2001 y 2006 al borde de la
desaparición por las inabarcables deudas y por el bajísimo nivel futbolístico
que amenazaba con desafiliarlo del torneo de Santa Catarina (tan sólo uno de
los 26 estados de Brasil). A través de un salvoconducto legal cambia su nombre
para desprenderse de ciertas deudas y recibe el apoyo económico de empresarios
de Chapecó. Entender los ascensos del fútbol brasileño es más difícil que explicarle
el sistema de promedios a un mongol por lo que es bravo reconstruir cómo llegó
el Verde a primera pero, aún así, hay cosas que valen la pena ser contadas. Durante
el 2009, buscando el ascenso a la C, viajó más de 25 horas para llegar al club
Araguaia y ganarle 2-0 como visitante en Mato Grosso, bajo una lluvia tropical.
De nuevo, el ascenso de categoría –esta vez a la B- se definiría en el corazón
de Mato Grosso: en la ciudad de Lucas do Rio Verde frente al Luverdense Esporte
Club. Fue 3-1 en el global. Un año después, cuando se suponía que llegaba a la
B a luchar la permanencia, logró el ascenso con 20 victorias, 12 empates y 6
derrotas (72/114 puntos (64% eficiencia)). 4 ascensos en 6 años. Para colmo en
2015 juega la Sudamericana por primera vez. En este 2016, el equipo que hacía
diez años estaba destinado a la ruina, que paseaba por las rutas estatales
jugando siempre contra los mismos cinco rivales y perdía en la mayoría de los
casos, estaba por jugar la final de la segunda copa más importante del continente
luego de eliminar a equipos reconocidos y campeones. No se cayó cualquier
avión. Millones de aviones aterrizados jamás podrían matizar el dolor del que
se cayó esta madrugada. El avión que se cayó esta madrugada era un pedazo de
club: estaba lleno de sangre, de savia, de jugo, de sueños. No se fue a pique
un avión, se rompieron las aspas de un club que tiene que resurgir con 71
personas menos. Y para dar dimensión, acordémonos –aunque cueste- que las
personas no son números. Las 71 personas son, por ejemplo, Thiaguinho, el
jugador que se enteró –con la chomba y los cortos del Chape puestos- que iba a
ser papá por una sorpresa de su mujer y de sus compañeros horas antes de morir.
Eso es un club: personas, historias, sangre, vidas que se cruzan, que comparten
el amor a algo y que trabajan por eso. Este humilde equipo del club que hace
una década por poco desaparece vivía su sueño y, a través de él, nos enseñaba
que los sueños se pueden lograr.
Por
esto, también, esta tragedia con poco timing nos conmueve. Porque nos da la más
clara muestra de lo finitos que somos, de lo caprichosa que puede ser la
existencia. La noción de que somos arena. De que vamos y venimos. De que vivir
o morir no es algo meritorio. Empezamos a ser un día para terminar otro y,
quizás, no tenemos la chance de firmar el acuse. Tendremos siempre más
interrogantes que certezas. Somos tan frágiles que podemos morir incluso en el punto
máximo de nuestra fuerza, en el auge de nuestra gloria, justo antes del partido
final. Y no, no lo podemos controlar. Pienso. Me miro y lo vuelvo a pensar. No
puedo controlar todo, me puedo ir un día, me pueden llevar –quién sabe dónde-
sin pedir permiso. No hay más remedio. Darse cuenta que uno es tan, tan
efímero, finito, finalizable, es una experiencia atroz. Atroz y alarmante. Y -dolorosa
cuando toca de cerca e inquietante cuando sólo es un llamado de atención-
cumple con su doble filo: nos deja entrever la necesidad de aprovechar el
tiempo, de sentir el aire en la cara, de demostrar cariño a los que queremos,
de embarrarse y dejar huella, de disfrutar el mate que tomo bajo este sol ameno
de esta mañana de primavera. Quizás, esta tragedia tan magnánima, escandalosa,
única e irrepetible, inconmensurable, no nos deje más enseñanza que la de
recordarnos -con el rigor de la espectacularidad- que tendremos por siempre más
preguntas que respuestas y que algunas de las únicas certezas con las que podemos
contar es que el hoy, hay que vivirlo con intensidad y aprovecharlo; amar,
entrenar, meter, abrazar, embarrarse, perseguir sueños, fracasar, estar al
borde del colapso, tener deudas irremontables, mejorar y, quizás, con mucho
trabajo, dejar una huella como la que dejan estos muertos del avión que siguen
vivos en un –ojalá- glorioso e inolvidable campeonato internacional.
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